No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (8)

La Venus de las Pieles (8)

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 Están hablando juntos. El baja tanto la voz que no puedo escuchar nada; ella le
responde del mismo modo. ¿Qué significa esto? Evidentemente están de acuerdo.
Sufro horriblemente. Mi corazón parece que va a romperse.
Ahora se arrodilla ante ella, la abraza y apoya su cabeza en su pecho. Ella —¡la
cruel!— ríe, y ahora los oigo decir en alta voz:
—¡Todavía necesita usted el látigo!
—¡Mujer! ¡Diosa! ¡No tienes corazón! ¿No sabes tú lo que es amar, consumirse de
pasión en la espera? ¡No puedes figurarte un instante lo que sufro! ¿No tienes piedad de
mí?
—Ninguna —replica, malvada e insolente—. No tengo más que el látigo.
Y sacándole de entre las pieles, cruza la cara con él al pintor. Luego se levanta y
retrocede dos pasos.
—¿Va usted a quejarse más? —pregunta con aire de indiferencia.
El no responde, pero se vuelve al caballete y toma la paleta y los pinceles.
Está maravillosamente bien. Es un retrato que reproduce sus facciones y que al
mismo tiempo parece un ideal: tan ardientes, sobrenaturales y hasta diabólicos son los
colores.
El artista ha pintado su tormento, su adoración, su éxtasis.
Ahora me está pintando a mí, y todos los días pasamos juntos algunas horas. Hoy se
ha vuelto de repente hacia mí, y me ha dicho:
—¿La ama usted?
—Sí.
—Yo la amo también.
Sus ojos se llenaron de lágrimas; permaneció algunos instantes silencioso y luego
volvió a pintar.
El cuadro está acabado. Ella ha querido pagarle, generosa como una reina.
—¡Oh! ¡Ya me ha pagado usted —dice rehusando con dolorosa sonrisa.
Antes de partir, abre misteriosamente la cartera y me permite mirar dentro. Tengo
miedo. He visto la cabeza de Wanda, viva como en un espejo. —Esto es para mí y no puede
quitármelo. ¡Bien me lo he ganado!
—Verdaderamente, me da pena ese pobre pintor —me dice hoy—. Verdaderamente,
es idiota ser tan virtuosa como soy, ¿no te parece?
No me atrevo a responder.
—¡Ah! Olvidaba que hablaba a un esclavo. Quiero salir, distraerme y olvidar. ¡Que
enganchen... en seguida!
Nuevo traje fantástico. Medias botas rusas de terciopelo azul violeta, guarnecidas de
armiño; traje de la misma tela levantado por estrechas bandas y escarapelas de piel; un
abrigo corto ajustado, correspondiente al traje y también ricamente orlado y forrado de
armiño; una alta toca de esta piel a lo Catalina II, sostenida por un alfiler de brillantes, y los
cabellos incandescentes cayendo sobre las espaldas. Así es como ha subido al coche, que
guía ella misma. Yo me senté detrás. Había que verla fustigar a los caballos. Iban volando.
Es indudable que hoy causará sensación y será la leona de los Cascinos. Los
conocidos la saludan desde sus carruajes; en las avenidas se forman grupos de paseantes
que se paran a hablar de ella. Pero ella no advierte nada de esto y tan sólo inclina la cabeza
cuando la saluda un caballero grave.
De pronto aparece un joven montando un soberbio caballo negro, fogoso. Al ver a
Wanda, modera el paso, se detiene, la deja pasar delante y ella le mira entonces también, la
leona de los leones. Sus ojos se encuentran, pero ella no puede resistir la fuerza magnética
de los suyos y tiene que volver la cabeza.
Sofocado por esta mirada, entre sorprendida y encantada, con que ha envuelto al
joven, el corazón me desfallece.
Indudablemente es un hombre hermoso, más aún, un hombre como nunca vi otro.
Parece un Belvedere de mármol; tiene los mismo músculos suaves, pero de acero; el mismo
pelo encrespado; pero lo que le da una belleza característica es que carece de bigote y de
barba. Si tuviese las caderas más anchas, se le tomaría por una mujer disfrazada. La boca es
enteramente femenina, con labios de león que dejan entrever los dientes, dando, a veces, a
su rostro una expresión cruel. ¡Es Apolo desollando vivo al sátiro Marsyas!
Lleva botas de montar, un chaleco de cuero blanco estrecho y ajustado, un dolmán
de paño negro guarnecido de astracán y de ricas pasamanerías, como las de los oficiales
italianos. Un fez rojo cubre su cabeza.
Ahora comprendo el Eros masculino y admiro al Sócrates que fuera virtuoso con
este Alcibíades.
Nunca he visto a mi leona tan excitada. Sus mejillas ardían cuando descendía del
coche ante su villa; subió a escape las escaleras, y con una mirada imperiosa me ordenó que
la siguiera.
Paseando agitada a lo largo de la habitación, comenzó a decirme en un tono de odio
que me causaba miedo:
—Vas a ir a tomar informes sobre el joven de los Cascinos, hoy mismo, a escape.
¡Qué hombre! ¿Le has visto? ¿Qué dices? ¡Habla!
—Es muy guapo —respondí sordamente.
—Tan guapo que he perdido la respiración —añadió parándose en medio de la
habitación y apoyándose en el respaldo de una silla.
—Comprendo la impresión que te ha hecho —respondí, arrastrado de nuevo en un
torbellino por mi loca fantasía—; yo mismo estaba fuera de mí, y puedo imaginar...
— ¡Que es mi amante! —riendo— ¡Que te da de latigazos y que es un placer para ti
recibirlos de su mano! Vete.
Lo he conseguido antes de la caída del día. A mi regreso, Wanda se halla aún
vestida, tendida en el sofá, la cabeza entre las manos, despeinada la cabellera, como la
melena de un león.
—¿Cómo se llama? —me preguntó con una calma inquietante.
—Alejo Papadopolis.
—¿Griego entonces? Asentí con la cabeza. —Debe de ser muy joven.
—Poco mayor que tú. Dicen que ha estudiado en París y que se sabe que es ateo;
que ha combatido en Candía contra los turcos, haciéndose notar no poco por su odio de
raza, su crueldad y su bravura.
—¡De modo que es todo un varón! —exclamó con los ojos deslumbrantes.
—En la actualidad vive en Florencia... y es enormemente rico.
—Eso no te he preguntado yo —replicó con viveza acentuando las palabras.
—Es peligroso —añadió tras una pausa—. ¿No tienes miedo de él? Yo, sí. ¿No
tendrá mujer?
—No.
—¿Querida? —Tampoco.
—¿A qué teatros va?
—Esta noche va al teatro Nicolini, en que trabajan la simpática Virginia Marini y
Salvini, el primer cantante actual de Italia, quizá de toda Europa.
—No dejes de tomar un palco. ¡Pronto, pronto!
—Pero, señora...
—¿Quieres probar el látigo?
—Aguarda en la galería —me dice, mientras coloco sus gemelos y el programa en
la delantera del palco y la coloco el taburete a los pies. Salgo a la galería y me recuesto
contra el muro para no caer de celos y de cólera, o mejor —porque no es ésta la palabra
propia— de agonía de muerte. La veo en su traje de moaré azul, su gran manto de armiño
pendiente de las espaldas desnudas, frente a frente del palco que ocupa el griego. Los veo
devorarse con los ojos. La Pamela de Goldoni, Salvini, la Marini, el público, el mundo
entero, no existen ya para ellos. Y yo, ¿qué es lo que soy en este instante?
Hoy ha ido al baile del ministro de Grecia. ¿Le busca acaso?
Se ha vestido de seda verde mar, que dibuja sus formas divinas, dejando descubierto
el busto y los brazos. Su pelo, atado en un solo nudo incandescente, adornado con un
nenúfar blanco sobre su verde tallo, cae sobre su cuello en una onda única. Su expresión no
guarda la menor huella de emoción que deje sospechar el estado de fiebre intensa que agita
su alma. Va tan tranquila, tan tranquila, que mi sangre se hiela y siento congelarse mi
corazón bajo su mirada. Lenta, con una majestad indolente y lánguida, sube la escalera de
mármol, dejando arrastrar la opulencia de su manto, y penetra con abandono en el salón,
que la luz de centenares de bujías llena de una niebla dorada.
Instantáneamente se pierde a mi vista, y recojo del suelo su abrigo, que, sin notarlo,
se me ha caído de las manos.
Beso las pieles y mis ojos se llenan de lágrimas.
Es él.
Vestido de seda negra adornada con costosa cebellina oscura, es el hermoso déspota
altivo que juega con la vida y el alma de los hombres. Llega al vestíbulo, mira altanero a su
alrededor, y fija largo rato sus ojos sobre mí, de una manera inquietante.
Bajo su mirada de acero, me sobrecoge de nuevo la agonía mortal, la sospecha de
que él pueda cautivarla, tomarla, subyugarla; y un sentimiento de vergüenza, de celos, de
envidia de su poderosa virilidad, me invade el alma.
¡Cuan bien me cercioro ahora de que soy un ser débil y confuso! Lo más
ignominioso es que debería aborrecerle, y no puedo. ¿Cómo es posible que él me haya
reconocido al instante entre una multitud de lacayos?
Me llama, moviendo la cabeza con una distinción inimitable; y yo, obedeciéndole,
me aproximo a mi pesar.
—Quítame el abrigo —me dice con la mayor tranquilidad.
La rebeldía de mi alma hace temblar todo mi ser; pero obedezco, sumiso como un
esclavo.
Espero impaciente toda la noche, delirante de fiebre. Extraños cuadros pasan ante
mi vista. Los veo hablarse en una primera mirada larga; colgada de su brazo, ebria, la veo
atravesar el salón, los párpados entornados, recostada sobre su pecho; ahora le veo en el
santuario del amor, no como esclavo, sino como dueño, en el sofá, ella a sus pies. ¡Me veo
yo también sirviéndoles de rodillas! La bandeja tiembla en mi mano y él toma el látigo...
Ahora los lacayos se ponen a hablar de él.
Como es hermoso como una mujer, y lo sabe, se viste cuatro o cinco veces al día, a
la manera de una verdadera cortesana.
En París, dos veces se mostró en público vestido de mujer, y los hombres le
asediaron. Cierto cantante italiano, célebre por su talento y sus aventuras galantes, forzó su
puerta y le amenazó con matarse a sus pies si no satisfacía su pasión.
—¡Lo siento! —replicó el griego, riendo—; tendría mucho gusto en complacerle a
usted; pero no puedo hacer otra cosa que ejecutar su sentencia de muerte, porque soy
hombre.
Ha comenzado la dispersión; pero ella, sin duda, no piensa aún en salir.
El alba asoma ya tras las persianas.
Oigo, por fin, el frú-frú de su traje de seda, envolviéndola en sus ondas verdosas.
Viene hablando con él.
Yo ya no existo para ella, y ni siquiera se toma el trabajo de darme órdenes.
—El abrigo de la señora —dice él, que, naturalmente, no piensa en
ayudarla.
Mientras la pongo la pelliza, ella permanece a su lado. Luego, cuando de rodillas la
calzo las botas de abrigo, poniendo levemente su mano sobre la espalda del griego, le
pregunta:
—¿Qué os parece la leona?
—Si el león que ella ha escogido vive con ella y le ataca otro —dijo el Apolo—,
tiéndase la leona y contemple la lucha; y si su compañero queda debajo, no le socorra en
modo alguno, déjele morir en su sangre bajo las garras de su rival, y siga al vencedor, al
más fuerte, porque esto es naturaleza en la hembra.
La leona me lanzó entonces una mirada rápida y extraña.
Me estremecí sin saber por qué, y la luz roja, matutina, nos inundó de sangre a los
tres: a ella, a él y a mí.
No ha querido acostarse; tan sólo se ha quitado el traje de baile y ha deshecho su
peinado. Me ordena que encienda la chimenea y se queda junto a ella, mirando el fuego con
fijeza.
—¿Me necesitas, mi dueña? —pregunté, faltándome la voz en la última palabra.
Wanda meneó la cabeza.
Salgo de la habitación y me siento en los peldaños de la galería que conduce al
jardín. Del Amo sopla un ligero viento Norte, una frescura fría y húmeda; a lo lejos, las
verdes colinas se envuelven en nubes rosadas; un vapor de oro flota sobre la ciudad y la
cúpula del Duomo.
Algunas estrellas brillan aún en el cielo azul pálido.
Me quito el abrigo y apoyo mi abrasada frente sobre el mármol. Todo lo pasado
hasta aquí me parecía un juego de niños; pero ahora viene la realidad espantosa.
Presiento la catástrofe, la veo delante de mí, puedo cogerla con las manos; pero me
falta valor para afrontarla, mis fuerzas se agotaron. Y si soy hombre de honor, no pueden
asustarme los dolores físicos ni los sufrimientos morales que puedan caer sobre mí, los
malos tratos que, acaso, me amenazan.
Ahora experimento un temor: el temor de perder a esta mujer, a quien he amado con
una especie de fanatismo. Este temor es tan poderoso, me aplasta de tal modo, que, de
repente, me pongo a sollozar como un niño.
Toda la mañana ha permanecido encerrada en la habitación, servida por una negra.
Cuando la estrella de la tarde principia a aparecer en el cielo azul, la he visto atravesar el
jardín, y al seguirla prudentemente de lejos, la he visto penetrar en el templo de Venus. Me
deslicé furtivamente tras ella, y miré por la hendidura de la puerta.
Estaba ante la augusta estatua de la diosa, con las manos juntas, como en oración, y
la luz sagrada de la estrella del amor la alumbraba con sus rayos azules.
De noche, en el lecho, me sofocan la agonía de perderla, la desesperación que, de un
libertino como yo, hace un héroe. Enciendo fe lamparilla que pende en el corredor bajo una
imagen, y con ella en la mano, velándola con la otra, llego hasta su alcoba.
La leona, vencida, al fin, por la fatiga, completamente aniquilada, duerme extendida
sobre la espalda; cerrados lo puños, respirando desigualmente. Parece angustiada por un
sueño. Lentamente retiro la mano y dejo caer la claridad roja, con toda su crudeza, sobre su
rostro admirable.
¡No se despierta!
Deposito sin ruido la lámpara sobre el suelo, me arrodillo ante el lecho y reclino mi
cabeza sobre su brazo, suave y tibio.
Se agita un instante, pero tampoco despierta. No sé cuánto tiempo permanecí así, en
medio de la noche, petrificado de atroz tormento.
Por fin, en un violento estremecimiento, puedo llorar. Mis lágrimas corren sobre su
brazo. Se estremece varias veces de pies a cabeza; se despierta al fin, y mira.
—¡Severino! —exclama, más asombrada que colérica.
No puedo responder.
—¡Severino! —vuelve a decir con dulzura—. ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo?
Su voz era tan compasiva, tan buena, tan afectuosa, que me arrancó el corazón como
con tenazas enrojecidas al fuego, y comencé a sollozar alto.
—¡Severino! ¡Pobre desgraciado amigo! —su mano cayó tiernamente sobre mi
pelo—. Sufro, sufro por ti, pero no puedo socorrerte; con la mejor voluntad del mundo, no
conozco remedio para ti.
—¡Ay, Wanda! ¿Y es eso como es debido? —gemí en mi dolor.
—¿El qué, Severino? ¿De qué hablas?
—¿No me amas ya? ¿No tienes piedad de mí? ¿Te ha subyugado ya el guapo
extranjero?
—No sé mentir —respondió con dulzura, después de una leve pausa—. Me ha
causado una impresión que no puedo comprender, bajo la cual sufro y tiemblo; una
impresión que he encontrado descrita por los poetas, que he visto en el teatro, pero que
consideraba como una creación fantástica. El es como un león, fuerte, hermoso, orgulloso y
tierno; nada bárbaro, como los hombres del Norte. Mucho lo siento por ti, Severino, pero es
preciso que yo le posea; ¿qué estoy diciendo? Que me posea él cuando le plazca.
—Piensa en tu honor, Wanda, intacto hasta ahora, si es que soy algo para ti.
—Yo pienso; he sido fuerte mientras he podido; pero ahora —ocultó, avergonzada,
la cara entre la almohada— quiero ser su mujer, si me acepta.
—¡Wanda! —exclamé asaltado de nuevo por la agonía mortal que me quitaba
respiración y conocimiento—. ¡Quieres ser su mujer, quieres pertenecerle! ¡Oh, no me
eches de tu presencia! El no te ama.
—¿Quién te lo ha dicho? —exclamó encendida.
—No te ama, no —continué con pasión—. Quien te ama soy yo, tu esclavo, que
quiere echarse a tus pies y sostenerte en sus brazos toda la vida. —
¿Quién te ha dicho que no me ama? —volvió a decir con afán.
—¡Sé mía! —sollocé—. ¡Sé mía! ¡No puedo existir, no puedo vivir sin ti! ¡Ten
compasión de mí, Wanda!
Me miró, y de repente su mirada tomó la fría expresión desalmada, la sonrisa
perversa que ya me eran conocidas.
—¿Dices que no me ama? —dijo con desdén—. Está bien, consuélate tú también.
Y al mismo tiempo me volvió la espalda despreciativamente.
—¡Dios mío! ¿Luego no eres una mujer de carne y hueso? ¿Luego no tienes
corazón como lo tengo yo? —exclamé, mientras un espasmo sacudía convulsivamente todo
mi ser.
—Bien sabes tú que soy una mujer de piedra, la Venus de las pieles, tu ideal.
Arrodíllate y adórame.
—¡Wanda! ¡Piedad, piedad!
Ella reía. Recliné la cara sobre su almohada y dejé que las lágrimas calmaran mi
dolor.
Hubo un largo silencio. Al fin, Wanda se incorporó.
—¡Me estas aburriendo!
—¡Wanda!
—Tengo sueño, déjame dormir.
—¡Piedad! ¡No me alejes de tu presencia; nadie te amará, nadie podrá amarte tanto
como yo!
—¡Déjame dormir!
Y de nuevo me volvió la espalda.
De un salto me apoderé del puñal colgado a su cabecera. Le saqué de la vaina y le
puse sobre mi pecho.
—Voy a matarme ante ti —murmuré sordamente.
—Haz lo que quieras —respondió Wanda con perfecta indiferencia—, pero déjame
dormir.
Luego volvió a bostezar.
—¡Qué sueño tengo!
Durante cierto tiempo permanecí petrificado; luego yo también reí y volví a llorar
otra vez. Me guardé el puñal y me arrodillé nuevamente ante ella.
—¡Wanda, escúchame un instante!
—¡Quiero dormir! ¿Lo oyes? —exclamó encolerizada. Y saltando de su lecho me
dio un puntapié—. ¿Olvidas que soy tu dueña?
Como yo permaneciera inmóvil, cogió el látigo y me pegó. Me levanté y me hirió de
nuevo en la cara.
—¡Mujer, esclavo!
Amenazando al cielo con las manos salí resuelto de la habitación. Ella arrojó el
látigo y se puso a reír a carcajadas. Ahora pienso que mi actitud teatral debía ser realmente
cómica.
Decidido a separarme de la mujer sin corazón que tan cruelmente me ha maltratado
y que, a cambio de mi adoración esclava, de todo lo que he sufrido por ella, está a punto de
faltar ahora a la fe jurada, hago un paquete con mis pobres ropas y luego escribo la carta
siguiente:
«Señora: La he amado a usted como un insensato; me he entregado a usted,
pero usted ha profanado mis sentimientos más sagrados, desempeñando para mí un
papel descaradamente frívolo. Mientras sólo ha sido, usted cruel y despiadada, la he
podido amar, pero ya no, a punto de ser grosera. No soy yo el esclavo que se deja
pisotear por usted. Usted misma me ha dado la libertad, y yo abandono a una mujer
a la que ahora sólo puedo dar odio y desprecio.
SEVERINO
KUSIEMSKI.»
DE
Di la carta a una de las negras y partí tan de prisa como pude. Llegué desalentado a
la estación del ferrocarril, y allí sentí una violenta herida en el corazón...; me detuve...; me
eché a llorar. ¡Ah! ¡Qué ignominia! ¡Quiero huir y no puedo! Me vuelvo. ¿Dónde? ¡Hacia
ella, a quien aborrezco y amo a la vez!
Reflexiono de nuevo. No me atrevo a volver.
¿Cómo abandonar Florencia? Otra vez recuerdo que carezco absolutamente de
dinero. Iré a pie. Es más decoroso mendigar que comer el pan de una cortesana.
Pero no puedo.
Ella tiene mi palabra de honor. Debo volver. Quizá me deje ella.
Doy rápidamente algunos pasos. Después me detengo de nuevo. Ella tiene mi
palabra de honor, mi juramento de esclavo, que durará en tanto que ella quiera, mientras
ella no me devuelva la libertad. Tampoco puedo matarme.
Me encuentro en los Cascinos, a orilla del Arno, junto a sus aguas amarillentas que
riegan con un murmullo sordo algunos sauces perdidos. Rememoro todos los incidentes de
mi vida y la encuentro lamentable, no obstante algunas alegrías aisladas, infinitamente
indiferentes y sin valor, sembrada con abundancia de sufrimiento, dolores, agonías,
desilusiones, esperanzas fallidas, penas, remordimientos, duelos.
Pienso en mi madre, tan amada, a quien vi extinguirse de espantosa enfermedad; en
mi hermano, que lleno de derechos al placer y a la felicidad, murió en la flor de su edad sin
haber podido aproximar a sus labios la copa de la vida; pienso en mi nodriza muerta, en los
amigos que trabajaron y estudiaron conmigo, en todos a quienes cubre con su sudario la
indiferente y fría tierra. Pienso en el palomo que, a menudo, hastiado de su paloma, me
hacía una reverencia, retrocediendo... Todo esto ha vuelto ya al polvo.
Luego me echo a reír y me deslizo en el agua; pero en el mismo instante, me agarro
a unos juncos que se levantan por encima de las ondas amarillas, y veo ante mí la mujer que
me puso en tan miserable condición. Flota en la superficie del agua, alumbrada por el sol,
como si fuera transparente, rodeada la cabeza y la nuca de llamas rojizas. Vuelve hacia mí
su rostro y me sonríe.
He vuelto otra vez a su casa, chorreando, rojo de fiebre y de vergüenza. La negra ha
entregado la carta; de manera que estoy juzgado, perdido, completamente en manos de una
mujer sin corazón, ofendida.
Ahora me matará. Yo no quiero matarme, y, sin embargo, tampoco quiero vivir
mucho.
Cuando entré en la villa, Wanda estaba en la galería, apoyada en la balaustrada, la
cara iluminada plenamente por el sol, los ojos entornados.
—¿Vives aún? —me preguntó sin moverse.
Yo quedé mudo, la cabeza inclinada sobre el pecho.
—Dame el puñal — continuó—. Para nada te sirve. No tienes valor para dejar la
vida.
—No —respondí, temblando de frío.
Me envolvió en una mirada altanera de desprecio.
—Le has perdido en el Arno. Está bien. Pero ¿por qué no te has ido?
Murmuré algo que ni ella ni yo pudimos entender.
—¡Ah! ¿No tienes dinero? ¡Toma! —y sin decir más, llena de desdén, me lanzó el
portamonedas a la cara.
No le recogí.
Ambos quedamos callados.
—¿No quieres irte, pues?
—No puedo.
Wanda ha ido en coche a los Cascinos sin mí, y sin mí ha vuelto al teatro. Ha
recibido visitas. La negra la ha servido. Nadie se fija en mí. Voy rondando por el jardín
como un animal sin dueño.
Tendido en el césped he visto los gorriones disputarse algunos granos.


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