No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (7)

La Venus de las Pieles (7)

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 Al arrodillarme hoy ante su lecho, llevándola el café, Wanda apoyó, de repente, su
mano sobre mis hombros, y hundió profundamente sus ojos en los míos.
—¡Qué hermosos ojos tienes desde que sufres! —me dijo con dulzura—. ¿Eres
desgraciado?
Bajé la cabeza y callé.
—Severino, ¿me quieres aún? —añadió en tono doloroso—. ¿Puedes quererme
todavía?
Y su rostro adquirió un aire tan desgarrador, que la bandeja se me cayó, y tazas y
vasos cayeron al suelo.
—¡Wanda, Wanda mía! —exclamé, abrazándola apasionadamente, cubriendo de
besos su boca, su garganta—. ¡Ay, sí! Mi miseria es que te amo cada vez más, con mayor
locura, cuanto más me maltratas y traicionas. ¡Oh! ¡Quisiera morir de dolor, de amor y de
celos!
—Pero si no te he engañado aún, Severino —replicó Wanda, riendo.
—¡No, Wanda! ¡Por el amor de Dios! ¡No te burles de mí tan despiadadamente!
¿No fui yo quien llevé la carta al príncipe?
—Sin duda, invitándole a almorzar.
—Desde que estamos en Florencia, has...
—Te he sido siempre fiel, te lo juro por lo más sagrado. No he hecho más que
satisfacer tus caprichos por amor tuyo. Pero quisiera tomar un adorador; todavía la cosa no
esta hecha más que a medias y ya me diriges el reproche final de que no soy bastante cruel
para contigo, ¡mi bello y querido esclavo! Pero hoy eres de nuevo mi Severino, mi sólo y
único amante. Mira: no di tu ropa; la encontrarás en aquella maleta; vístete como en los
bajos Cárpatos, donde tanto nos amábamos; olvida lo sucedido entre mis brazos; mis besos
disiparán tus penas.
Y se puso a acariciarme como a un niño, abrazándome, mimándome. Luego me dijo
con dulce sonrisa:
—Vístete, te lo ruego, mientras me arreglo yo. ¿Quieres que me ponga la chaqueta
de pieles? Sí, sí, anda.
Cuando volví la encontré en medio de la habitación con su traje blanco de seda, su
kazabaika roja guarnecida de armiño, su cabello empolvado y una diadema de brillantes
sobre la frente. Se parecía de una manera inquietadora a Catalina II; pero no pude
reflexionar, porque, atrayéndome al sofá, me hizo pasar dos horas deliciosas. Ya no era la
dueña severa y caprichosa, sino la señora elegante, la amante tierna. Me enseñó fotografías,
libros que acababan de publicarse, discurriendo con tanto ingenio, tanta claridad y gusto,
que más de una vez, encantado, llevé su mano a mis labios. Después me leyó dos historias
de Lermontov, y posando afectuosamente su mano sobre la mía, mientras sus facciones
adorables expresaban un placer inefable, reflejado también en su dulce mirada, me
preguntó:
—Y ahora, ¿eres dichoso?
—Todavía no.
Entonces se tendió sobre el diván, y lentamente abrió su
kazabaika.
Pero yo volví vivamente el armiño sobre su garganta de alabastro.
—¡Me enloqueces! —balbucí.
Ya estaba yo en sus brazos; ya, como una serpiente, me acariciaba con su lengua.
Todavía murmuró una vez:
—¿Eres dichoso?
—¡Por encima de todo!
Se echó a reír; pero era una risa malvada y sonora que me heló.
—¡En otro tiempo querías ser el esclavo, el juguete de una linda mujer, y ahora te
figuras ser un hombre libre, un hombre, un amante...! ¡Loco! Una mirada de mis ojos y otra
vez mi esclavo. ¡De rodillas!
Me dejé caer del sofá a sus pies, mis ojos fijos en los suyos, llenos de duda.
—Créeme —me dijo, considerándome, con los brazos cruzados sobre el pecho—.
Me aburres y no llegas a distraerme dos horas seguidas. No me mires así.
Me empujó con el pie.
—No eres lo que deseo; no eres un hombre, sino una cosa, una bestia.
Llamó; las negras entraron.
—¡Atadle las manos a la espalda!
Quedé arrodillado, sin oponer resistencia, y me condujeron a la viña situada en la
extremidad meridional del jardín. La tierra estaba plantada de maíz, y aquí y allí aparecían
algunos árboles. A un lado se encontraba un arado.
Las negras me ataron a un poste y se entretuvieron en pincharme con sus agujas de
oro. Esto no duró mucho. Llegó Wanda con su toca de armiño en la cabeza, las manos
metidas en los bolsillos. Hizo que me desataran y, atados los brazos a la espalda, con un
yugo al cuello, tuve que tirar de un arado.
Las diabólicas negras me condujeron al campo. Una guiaba el arado, otra tiraba de
la cuerda y la tercera me golpeaba con el látigo, mientras la Venus de las pieles miraba el
cuadro.
A la mañana siguiente, al servirla de almorzar, Wanda me dijo:
—Trae un cubierto y almuerza hoy conmigo.
Y cuando quise sentarme ante ella, añadió:
—No, cerca de mí; muy cerquita de mí.
Está de muy buen humor: me da de comer en su misma cuchara, con su propio
tenedor, y juega y coquetea conmigo como una joven gata. Desgraciadamente, he mirado a
Haydée, que nos sirve, algo más de lo debido. La pureza de líneas casi europea de sus
facciones, su busto soberbio y escultural, que parece tallado en mármol negro, me gusta
mucho. Ella lo nota y descubre sus dientes con risa tonta. Apenas ha salido de la habitación,
Wanda se estremece de cólera.
—¿De modo que te atreves a mirar a otra mujer delante de mí? ¿Te gusta, acaso,
más? ¿Es más diabólica?
Me echo a temblar, nunca la he visto así: pálida hasta los labios y estremecida.
Celosa de su esclava, Venus de las pieles descuelga bruscamente el látigo y me cruza la
cara con él. Luego llama a las negras y las ordena que me conduzcan atado a la cueva, que
parece una verdadera prisión.
La puerta se cierra, chirrían los cerrojos, la llave da la vuelta en la cerradura. Estoy
encerrado, enterrado.
Allí quedé tendido no sé cuánto tiempo, atado como una bestia en el matadero,
sobre un montón de paja húmeda, sin luz, sin agua, sin pan, sin reposo. A ella no le faltará
nada y me deja morir de hambre, si ya no es de frío. Estoy tiritando. ¿Será fiebre? Creo que
voy a odiar a esta mujer.
Un rayo de claridad roja como la sangre entra por una rendija. Es luz; la puerta va a
abrirse.
Wanda aparece en el umbral envuelta en su cebellina, alumbrándose con una
antorcha.
—¿Vives aún? —pregunta.
—¿Vienes para matarme? —respondo yo con voz moribunda y opaca.
En dos saltos, Wanda llega hasta mí, se arrodilla y recuesta mi cabeza en su
pecho.
—¿Estás enfermo? ¡Cómo te relucen los ojos! ¿Me amas? Yo quiero queme ames.
Saca un pequeño puñal. Yo me estremezco cuando la hoja brilla ante mi vista,
temiendo que me mate. Pero ella se echa a reír y corta las cuerdas que me sujetan.
Me ha dejado cenar con ella esta noche; la leo unas páginas y se entretiene conmigo
en multitud de cosas interesantes. Paréceme metamorfoseada, avergonzada de la barbarie
que ha usado conmigo. Una dulce tranquilidad ilumina su persona, y cuando me coge la
mano sus ojos toman una expresión sobrehumana de bondad y de amor, que nos arrancan a
los dos lágrimas con que olvidamos los sufrimientos de la existencia y los terrores de la
muerte.
Estamos leyendo Manon Lescaut. Ella comprende la intención, sin decir nada, pero
sonríe de cuando en cuando. Por último, me cierra el libro.
—¿No quiere usted que siga leyendo, señora?
—Por hoy, no. Hoy vamos a jugar a la Manon Lescaut. Tengo una cita en los
Cascinos, y tú, mi querido caballero, me acompañarás. Sí lo harás, ¿no es eso?
—¡Usted lo ordena!
—Yo no ordeno, ruego —añadió con un encanto maravilloso indescriptible. Luego
se levantó, apoyó su manecita en mi hombro, y mirándome—: ¡Oh, qué ojos tienes! —
dijo—. Severino, te amo; no sabes cuánto te amo.
—Sí —repliqué y o con amargura—, hasta el punto de dar una cita a otro.
—Hago eso para excitarte; necesito un adorador para no perderte; no quiero perderte
jamás, ¡jamás!, ¿entiendes?, porque te amo a ti, a ti solo.
Y se colgó apasionada de mis labios.
—¡Que no pueda darte toda mi alma en un beso...!, así... pero, vamos.
Se puso un vestido sencillo de seda negra y se cubrió la cabeza con un oscuro
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bacbelik . Atravesó con rapidez la galería y montó en un coche.
—Gregorio me llevará —dijo al cochero, que quedó sorprendido.
Subí al pescante y fustigué los caballos con rabia.
En el lugar de los Cascinos en que la avenida principal hace más espesa su fronda,
Wanda descendió. Era de noche. Algunas estrellas solitarias brillaban a través de las nubes
grises que vagaban por el cielo. Cerca del Arno estaba un hombre envuelto en una capa
oscura, con sombrero de alas anchas, contemplando las ondas amarillentas. Wanda se
aproximó a él a través del boscaje y le tocó en el hombro. Pude observar cómo él se volvía
hacia ella. Después desaparecieron en la espesura.
Pasó sobre mí una hora de tormento. Por fin, escuché un rumor hacia el matorral.
Volvían.
El hombre la acompañó hasta el carruaje. La luz viva de uno de los faroles cayó de
lleno sobre un rostro joven, dulce y novelesco por encima de toda expresión, a que formaba
marco una cabellera rubia y rizada.
Ella le tendió la mano, que él besó respetuosamente; luego me hizo una señal y el
coche tomó la interminable avenida abovedada, semejante a un toldo verde puesto a la
orilla del río.
Llaman a la puerta del jardín. Es una cara conocida: el hombre de los Cascinos.
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Especie de toquilla o capuchón.
—¿A quién anuncio? —pregunté en francés.
Mi interlocutor movió la cabeza con aire cortado.
—¿No comprende usted alemán? —preguntó con timidez.
— ¡Ya lo creo! —repliqué en alemán—. Tengo el honor de preguntarle su nombre.
—No le tengo, desgraciadamente —dijo confuso—. Diga usted sólo a la señora que
está aquí el pintor alemán de los Cascinos. Pero, mírela usted. Wanda se había asomado al
balcón y hacía al extranjero señal de que pasara. —Gregorio, acompaña al caballero.
—Perdone, yo subiré. Muchas gracias. Mientras subía los peldaños, yo quedé en pie
abajo considerando al pobre pintor con
profunda compasión. La Venus de las pieles le ha hechizado. Va a retratarla y le volverá
loco.
¡Hermoso día de invierno! El sol brilla como el oro en la pradera. Al pie de la
galería se abren las camelias orgullosas en sus ricos botones. Wanda está sentada en la
loggia y dibuja, mientras a su lado el pintor la mira extasiado con las manos cruzadas,
indiferente a todo, hundiendo sus miradas en las de ella.
Pero Wanda no le ve, ni tampoco que yo cavo en el parterre para contemplarla y
sentir su presencia, que mece mi alma como una música, como una poesía.
El pintor ha salido. Es una empresa atrevida, pero me arriesgo. Entro en la galería,
me acerco a Wanda y la pregunto:
—¿Estás enamorada del pintor, mi dueña?
Ella me mira sin cólera, sacude la cabeza y se echa a reír.
—Me da lástima, pero no le amo. Yo no amo a nadie. Te he amado a ti tan
profunda, tan apasionadamente, tan íntimamente como sabía amar, pero ya no te amo; mi
corazón está herido, muerto, y esto me desespera.
—¡Wanda! —exclamé yo, lleno de dolor.
—En breve, tú tampoco me amarás —continuó—. Dime si ese momento está muy
lejano, para que te dé la libertad.
—Entonces seré toda mi vida esclavo tuyo, porque te adoro y te adoraré siempre —
exclamé, presa otra vez del fanático amor que me era tan funesto.
Wanda me miró con placer.
—Acuérdate bien de que te he amado por encima de toda expresión, de que he sido
despótica para ti por halagar tu fantasía, que mi corazón todavía guarda para ti dulces
sentimientos, una especie de íntima simpatía. Cuando ésta haya desaparecido, ¿quién sabe
si te dejaré en libertad o si me haré entonces verdaderamente cruel, despiadada, salvaje
contigo, o si seré indiferente o amaré a otro sin que me cause una alegría diabólica
atormentar, incluso hasta la muerte, al hombre que me adora como una diosa? ¡Acuérdate
bien de esto!
—Hace mucho que he soñado —repliqué, devorado por la fiebre— que no puedo
vivir sin ti. Moriré si me dejas en libertad. Permíteme ser tu esclavo, mátame, pero no me
alejes de tu presencia.
—Bueno; sé mi esclavo, pero no olvides que no te amo ya y que, por consiguiente,
tu amor no tiene más valor para mí que la adhesión de un perro a quien se echa.
Hoy he visitado la Venus de Medícis.
Aún era tiempo. La salita ochavada de la Tribuna estaba llena de una dulce claridad
crepuscular, semejante a la de un santuario, y permanecí con las manos juntas en profunda
meditación ante la imagen de la diosa.
Pero no permanecí en pie largo tiempo.
No se veía a nadie, ni siquiera un inglés, en la galería. Caí de rodillas, y con los ojos
entornados contemplé el cuerpo esbelto, arrebatador, la garganta dilatada de la voluptuosa
figura virginal, los rizos perfumados, que parecen ocultar a cada lado pequeños
cuernecillos.
Oigo sonar la campanilla.
Es mediodía. Está aún en la cama, doblados los brazos bajo la nuca.
—Voy a bañarme y quiero que tú me sirvas. Cierra la puerta.
Obedecí.
—Ahora, mira si abajo está todo también cerrado.
Descendí por la escalera de caracol, que pone en comunicación la alcoba con el
cuarto de baño. Una vez me faltó el pie y tuve que apoyarme en la barandilla. Luego que
hallé cerrada la puerta que da a la loggia y a los jardines, volví. Wanda, despeinada,
cubierta con su capa de terciopelo verde, estaba, sentada en la cama. Hizo al verme un
movimiento rápido, que me permitió comprender que estaba desnuda, y sin saber por qué
me turbé como un condenado a muerte que sabe que va al cadalso y comienza a temblar
ante su vista.
—Ven Gregorio; tómame en brazos.
—¿Cómo, mi dueña?
—Quiero que me lleves tú, ¿oyes?
La levanté, sentándola sobre mis brazos, mientras ella me rodeaba el cuello con los
suyos. Al bajar lentamente, peldaño tras peldaño, rozándome su pelo la mejilla, sintiendo
que su pie se apoyaba levemente sobre mi rodilla, pensaba a cada instante no poder más. El
cuarto de baño ocupaba una amplia rotonda, alumbrada por una luz filtrada en una roja
cúpula de vidrio. Dos palmeras extendían sus anchas hojas, como un techo de verdor, sobre
un lecho de almohadones de terciopelo rojo, desde donde por algunas gradas cubiertas de
tapices turcos, se descendía al baño de mármol puesto en el centro.
—Arriba, sobre mi mesa de noche, hay un libro de cubierta verde; tráemelo, y el
látigo también —dijo Wanda tendiéndose en los almohadones.
Subí y bajé de cuatro en cuatro las escaleras, y arrodillándome, deposité ambos
objetos en manos de mi dueña, que en seguida me hizo reunir su lujuriante cabellera
eléctrica en un nudo con una cinta de terciopelo verde. Hecho esto, la preparé el baño
torpemente, pues los pies y las manos rehusaban servirme; y cada vez que contemplaba a la
hermosa extendida sobre los almohadones de terciopelo verde, contrastando de vez en
cuando el brillo de una parte u otra de su soberbio cuerpo con las pieles sombrías, en una
contemplación involuntaria, atraído por una fuerza magnética, comprendía cómo la
voluptuosidad y la concupiscencia residen solamente en el semidesnudo, en lo excitante, y
todavía lo comprendí mejor cuando, por fin, estuvo lleno el baño y Wanda, de un solo
gesto, rechazó el manto de pieles, quedando ante mí como la diosa de la Tribuna.
En este momento, en su belleza sin velo, se me apareció tan divina, tan casta, que,
como el día anterior ante la diosa, caí de rodillas ante ella, y en un acto de adoración apreté
mis labios sobre sus pies.
Mi alma, presa hacía poco de la más viva agitación, quedó tranquila de repente, y
Wanda no tuvo ya ninguna crueldad para mí.
Descendió lentamente al baño, y con una alegría tranquila, en que no se mezclaba el
menor sufrimiento ni la menor envidia, pude contemplarla a mi gusto sumergirse y
levantarse en la onda cristalina, jugando amorosamente a su alrededor las ondas que
levantaba su cuerpo.
Nuestro artista nihilista tiene razón. Una manzana natural es más hermosa que una
manzana pintada, y una mujer viva más que una Venus de piedra.
Al salir del baño, deslizándose en su piel las gotitas plateadas y la rosada luz, se
apoderó de mí un éxtasis mudo. Sequé con el lienzo su admirable cuerpo, frotándole, y la
tranquila beatitud persistió todavía en mí cuando, envuelta en la capa, descansó sobre los
almohadones, apoyando un pie sobre mí como un taburete. La elástica piel de cebellina se
pegaba voluptuosa a su fresco cuerpo de mármol, y el brazo izquierdo en que se apoyaba,
como un cisne dormido, aparecía en la sombría piel de la manga, en tanto que su mano
derecha jugaba con el látigo,
Mis miradas cayeron por casualidad en un espejo colgado en la pared opuesta, y
lancé un grito cuando vi reflejada la escena en su marco dorado, como un cuadro; un
cuadro tan maravillosamente bello, tan fantástico, que una profunda tristeza invadió mi
alma al pensar que sus líneas y sus colores se desvanecerían como una niebla.
—¿Qué te sucede? —preguntó Wanda.
La señalé el espejo.
—¡Ah! ¡Muy hermoso! ¡Lástima que no pueda conservarse la escena!
—¿Y por qué no? Ese artista, ¿no sería el más valiente y famoso de los pintores si te
tomara de modelo y eternizara tus rasgos con su pincel? El pensamiento de que tanta
belleza extraordinaria —continué, contemplándola con entusiasmo—, tan soberbio rostro,
ojos tan extraños de reflejos verdosos, cabellera tan diabólica, tanto esplendor de cuerpo,
queden perdidos para el mundo, es atroz y me causa todas las angustias de la muerte, del
aniquilamiento, porque no tienes, como los demás, el derecho de desaparecer enteramente
para siempre, sin dejar detrás de ti una huella de tu existencia. Tus rasgos deben vivir
cuando hayas vuelto al polvo; tu belleza debe triunfar de la muerte.
Wanda se echó a reír.
—¡Qué lástima que la escuela italiana de hoy no posea un Tiziano o un Rafael!
¿Quién sabe si el amor podrá reemplazar al genio y si nuestro alemancito...?
Y quedó pensativa.
—¡Sí! Ha de hacer mi retrato —añadió de repente—, y corre de mi cuenta que
mezcle el amor a sus colores.
El joven pintor ha establecido su estudio en la villa de Wanda, caído perfectamente
en el cepo. ¡Hasta ha comenzado una madona de ojos verdes y cabello de fuego! ¡Sólo el
idealismo de un alemán puede hacer del retrato de esta mujer voluptuosa la imagen de la
virginidad! El pobre mozo está hecho un asno casi tan grande como yo. Desgraciadamente,
nuestra Titania ha descubierto demasiado pronto nuestras orejas.
Ella se ríe de nosotros, ¡y de qué manera! Oigo su risa insolente y melodiosa resonar
en el estudio, bajo la ventana abierta, a cuyo pie escucho celoso.
—¿Está usted loco? ¡Eso es inverosímil! ¡Yo de virgen! —exclamó, riendo de
nuevo—. Aguarde usted un momento; voy a enseñarle a usted otro retrato mío, otro retrato
pintado por mí. Va usted a copiarle.
Su cabeza apareció en la ventana, como rodeada de rayos de sol.
—¡Gregorio!
Salí a toda prisa, y me dirigí al estudio por la galería.
— ¡Llévale al cuarto de baño! Y se retiró en seguida.
Nos dirigimos a la rotonda, y abrí.
Poco después llegó Wanda, vestida sólo con la piel de cebellina y con el látigo en la
mano. Se tendió como la última vez en los almohadones de terciopelo. Yo me tendí a sus
pies, y ella, jugando con el látigo, puso su pie sobre mi cuello.
—Mírame —dijo— con tu mirada fanática. Así está bien. Vamos.
El pintor se había quedado espantosamente pálido; miraba la escena con sus
hermosos ojos azules soñadores. Sus labios se entreabrieron, pero quedáronse mudos.
—¿Qué tal? —dijo Wanda—. ¿Te gusta el cuadro?
—Sí, voy a pintarle así —dijo el alemán; pero aquello no era verdaderamente
hablar; su voz era un gemido elocuente, el llanto de un alma enferma, agonizante.
El croquis al carbón está dispuesto; las cabezas y carnes, manchadas. Su rostro
diabólico se presenta ya en líneas atrevidas; brilla la vida en sus ojos verdes.
Wanda está en pie ante la tela, los brazos cruzados sobre, el pecho.
—Como muchas obras de la escuela veneciana, este cuadro será, a la vez, un retrato
y un asunto histórico —explica el pintor, otra vez pálido como la muerte.
—Y ¿con qué nombre le designaréis? —pregunta Wanda—. Pero, ¿qué tiene usted?
¿Está usted enfermo?
—Tengo miedo —contesta, devorando con los ojos a la hermosa—. Pero hablemos
del cuadro.
—Sí, hablemos un poco del cuadro.
—Me represento a la diosa, descendida del Olimpo hacia un mortal, que, tiritando
en esta tierra moderna, procura calentar su cuerpo augusto bajo una grande y pesada piel, y
los pies en el regazo de su bien amado. Me represento el elegido de una hermosa déspota
que fustiga a su esclavo cuando se cansa de abrazarle, y que es tanto más amada cuanto más
le pisotea. He aquí por qué llamaría al cuadro La Venus de las pieles.
El artista pinta lentamente, haciéndose su pasión más viva. Temo que a la postre se
nos suicide. Ella juega con él y le propone un enigma que no puede resolver. La sangre le
arde, y ella se divierte. Mientras le sirve de modelo, no hace más que comer bombones y
lanzarle bolitas de papel.
—Me encanta ver a usted de tan buen humor, señora —dice el pintor—. Pero la cara
de usted pierde la expresión que necesito para mi cuadro.
—Aguarde usted un instante; ya la recobraré.
Se levanta y me da un latigazo. El pintor la contempla con aire cohibido,
expresando su rostro un asombro ingenuo en que se mezcla el horror y la sorpresa.
Mientras Wanda me flagela, su rostro adquiere la expresión de cruel desdén que me
encanta de manera tan inquietante.
—¿Es ésta la expresión que se necesita?
Lleno de confusión, el pintor baja la vista ante los fríos rayos de su mirada.
—Esa es —balbucea—, pero me siento ahora incapaz de
pintar.
—¿Cómo? —pregunta Wanda burlona—. ¿Podría yo ayudarle?
—¡Sí! —grita el alemán como un demente—. ¡Flagéleme usted a mí!
—Con mucho gusto —replica alzando los hombros—. Pero sepa usted que cuando
me sirvo del látigo no es en broma.
—¡Pégueme usted hasta la muerte!
—¿Me deja usted que le ate?
—Me dejo —gime.
Wanda nos deja un instante y vuelve al punto provista de cuerdas.
—¿De manera que se entrega usted a la Venus de las pieles, la hermosa déspota? —
dice con aire burlón.
—Áteme usted —clama el pintor sordamente.
Wanda le ata las manos a la espalda, le pasa una cuerda bajo los brazos, otra
alrededor del cuerpo y le ata a la falleba del balcón. Luego, dejando caer sus pieles, coge el
látigo y se aproxima al alemán.
La escena tenía para mí un encanto lúgubre que no podré expresar. Sentí saltárseme
el corazón cuando, riendo, dio el primer golpe y el látigo silbó en el aire. Al oírlo el pintor
tembló levemente. Luego con la boca entreabierta, brillando los dientes entre los labios
purpurinos, Wanda descargó sobre él sus golpes, hasta que los conmovedores ojos azules
parecieron pedir gracia. Era indescriptible.
Ahora está sola ella, sirviéndole de modelo.
Wanda me ha puesto en la habitación contigua, detrás de una gran colgadura, desde
donde puedo ver sin ver visto.
¿Qué le pasa?
¿Tiene miedo, o es un nuevo suplicio que prepara para mí? Me tiemblan las piernas.


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