No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (9)

La Venus de las Pieles (9)

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 De repente, oigo el roce de un traje de mujer.
Wanda se acerca. Viste un traje oscuro de seda de cuello alto, y el griego la
acompaña. Hablan muy animados, pero no puedo coger una sola palabra. De pronto, el
griego golpea el suelo con el pié con tanta violencia que hace saltar guijarros y se pone a
sacudir su fusta en el aire. Wanda queda espantada.
¿Tiene miedo?
¿Dónde están ya?
La ha dejado; ella le llama, pero él no la oye o no quiere oírla.
Wanda mueve tristemente la cabeza y se sienta en el banco más próximo, abstraída
en sus pensamientos. Yo la contemplo con una especie de perversa alegría. Por fin, me
levanto y me acerco con aire de desdén.
—Vengo a desear a usted buena suerte —digo, inclinándome—. Ya veo que ha
encontrado usted su dueño, señora.
—¡Sí! ¡Dios sea alabado! ¡Basta de esclavos! ¡Un amo! La mujer necesita amo, y le
adora.
—De suerte que tú, Wanda, ¿amas a ese bárbaro?
—Como no he amado nunca a nadie.
—¡Wanda! —cogí el puñal; pero las lágrimas me invadían ya los ojos, y me
sobrecogió un transporte de pasión, de dulce demencia—. ¡Bien, tómale por esposo; él será
tu dueño y yo tu esclavo mientras viva!
—¿Quieres ser mi esclavo, a pesar de todo? Sería gracioso; pero temo que no quiera
él.
—¿Él?
—Sí, está celoso de ti, ¡de ti! Ha exigido que te abandone, y cuando ha sabido que
eres...
—¡Le has dicho... —repliqué, cortado. —Todo; le he contado toda nuestra historia,
tus caprichos y, en vez de echarse a reír, se ha encolerizado...
—¿Y te amenazó?
Wanda miró al suelo y se calló.
—¡Sí, sí! —dije con amargo desdén—. Le has tenido miedo. ¡Wanda! —me lancé a
sus pies y abracé sus rodillas—. No deseo nada de ti; nada, sino ser tu esclavo, tu perro...
—¿Sabes que me aburres? —dijo ella con aire apático.
Di un salto, indignado.
—Ya no eres cruel, sino grosera —dije, pronunciando las palabras con tono incisivo
y duro.
—Ya lo decías en la carta —replicó, alzando los hombros con aire arrogante—. Un
hombre de talento jamás debe repetirse.
—¡Cómo me tratas! ¿Qué nombre das a eso?
—Podría castigarte a latigazos, pero prefiero responderte. No tienes derecho a
quejarte. ¿No he sido siempre honrada contigo? ¿No te lo advertí varias veces? ¿No te he
amado cordialmente, apasionadamente, dándote a entender de todos modos que era
peligroso entregarse a mí, rebajarte ante mí? ¿No te dije que quería ser dominada? ¡Y tú
quisiste ser mi esclavo, mi juguete! ¡Y habrás experimentado el mayor placer al serlo, bajo
el látigo y bajo el pie de una mujer cruel y orgullosa! ¿Qué pretendes ahora? Los malos
instintos dormitaban en mí y tú los despertaste. Si ahora me complazco en torturarte, en
maltratarte, tú eres el único responsable; tú has hecho de mí lo que soy, y ahora eres
bastante cobarde, miserable e inhumano para quejarte ante mí!
—¡Sí, soy culpable! Pero ¿no he sufrido bastante? Cesa este juego cruel.
—Mucho lo quiero —contestó, mirándome con un aire falso y extraño.
—¡Wanda! —exclamé con violencia—. ¡No abuses, mira que esta vez soy ya
hombre!
—¡Humo de paja, que alarma un instante y que se apaga tan pronto como se
encendió! Cree» intimidarme, y me haces reír. Si hubieses sido el hombre que me figuré al
principio, un pensador, un hombre serio, te hubiera amado fielmente y sería hoy tu mujer.
La mujer desea un hombre hacia el cual pueda levantar su mirada. Un hombre como tú,
que ofrece libremente su cuello para que la mujer ponga sobre él el pie, sólo puede servir de
juguete agradable; pero no tarda en tirarle cuando se hastía.
—Intenta ahora arrojarme —dije desdeñosamente—. Mira que soy un juguete
peligroso.
—No me provoques —contestó Wanda. Sus ojos y sus mejillas se encendieron.
—Si no puedo poseerte —repliqué poseído de cólera—, ningún otro te
poseerá.
—¿En qué drama has visto eso? —exclamó con un aire de desdén que me sofocó.
Estaba pálida de cólera—. No me provoques —añadió—; mira que no soy cruel, pero no sé
hasta dónde llegaría si no pones límite...
—¿Qué peor puedes hacer para mí que entregarte a ese hombre? —respondí cada
vez más exasperado.
—Puedo hacerte su esclavo. ¿Acaso no estás en mi poder? ¿No hay un contrato?
Pero, francamente, sería un placer para ti si te hiciera atar y le dijera: haz de él lo que
quieras.
—¿Estás loca, mujer?
—Estoy en toda mi razón. Te lo dije la última vez. Ya no me ofreces ninguna
resistencia, y puedo ir más lejos aún. Siento una especie de odio hacia ti, y veré con
verdadera voluptuosidad cómo él te flagela hasta la muerte; aguarda, aguarda.
Apenas dueño dé mí, la cogí de las muñecas y la arrojé a tierra, cayendo de rodillas
ante mí.
—¡Severino! —exclamó con la cólera y el miedo pintados en el rostro.
—¡Te he de matar si te haces su mujer! —mis palabras salían secas y ardientes de
mi boca—. Me perteneces y no te abandonaré, porque te he amado mucho —la cogí,
trayéndola hacia mí, mientras impensadamente mi mano derecha se apoderó del puñal
pendiente de mi cintura.
Wanda levantó hacia mí sus grandes ojos, de una tranquilidad inconcebible.
—Así me gustas —dijo con resignación—. Ahora me pareces un hombre, y en este
momento te amo aún.
—¡Wanda! —las lágrimas me saltaron de los ojos, me incliné hacia ella y cubrí de
besos su rostro encantador, mientras ella, riendo con malicia, exclamó:
—¿Tienes ya bastante ideal? ¿Estás contento de mí?
—¿Cómo? —balbuceé—. ¿Eres sincera?
—Lo soy cuando te digo que te he amado a ti, a ti solo, y tú, ¡loco!, no has notado
que todo era juego y broma, ni lo penoso que me era darte un latigazo en el instante mismo
que deseaba abrazarte. Pero ya es bastante, ¿oyes? He desempeñado mi cruel papel mucho
mejor que tú creías y ahora serás feliz poseyendo tu mujercita, buena y tan poco bonita, ¿no
es eso? Viviremos razonablemente y...
—¡Serás mi mujer! —exclamé inundado de alegría.
—¡Sí! ¡Tú mujer, querido mío! —murmuró Wanda, besándome las manos.
Yo la levanté hasta mi pecho. —Ya has dejado de ser Gregorio, mi esclavo; vuelves
a ser Severino, mi elegido.
—¿Y él? ¿No le amas ya?
—¡Cómo puedes creer que pueda amar a un bárbaro! Tú estabas ciego; tenía miedo
por ti.
—¡Y yo que he estado a punto de matarme!
—¿De verás? ¡Ay! ¡Tiemblo al pensar si hubieras caído en el Amo!
—Pero tú me salvaste —añadí con dulzura—. Tú flotabas sobre las aguas sonriendo
y tu sonrisa me devolvió a la vida.
Experimento una sensación extraña cuando la estrecho ahora en mis brazos,
mientras ella descansa sobre mi pecho y se deja abrazar sonriendo. Me parece que salgo
repentinamente de un acceso de fiebre o que, habiendo naufragado, llego, al fin, a la costa,
después de haber luchado todo el día contra las olas que amenazaban tragarme a cada
instante.
—Aborrezco esta Florencia donde has sido tan desgraciado —dijo ella cuando la
deseaba buena noche—, y quiero marcharme mañana mismo. Tendrás la bondad de
escribirme algunas cartas, y entre tanto, yo iré a hacer unas compras. ¿Quieres?
—Sí, mi querida, mi buena y hermosa mujer.
Muy de mañana, Wanda viene a llamar a mi puerta para preguntarme cómo he
pasado la noche.
Su amabilidad me tiene encantado. Nunca imaginé que fuera tan buena.
Hace ya más de cuatro horas que salió, y hace tiempo que terminé sus cartas. Me
siento en la galería e interrogo la calle cercana. Tuve algún recelo en otro tiempo; pero ya,
¡gracias a Dios!, nada de dudas ni temores. Y, con todo, mi corazón está oprimido, sin que
pueda yo evitarlo. Tal vez son los sufrimientos pasados, cuyo recuerdo pesa aún sobre mi
alma.
Ya está aquí, radiante de alegría.
—¿Ha salido todo a tu gusto? —la pregunto, besándola la mano.
—Sí, corazón mío. Esta noche nos» vamos. Ayúdame a arreglar los maletines.
Por la tarde me ruega que vaya yo por mí mismo a dejar las cartas en el correo.
Tomo el coche y vuelvo al cabo de una hora.
—El ama ha preguntado por ti —me dice una negra riendo, al subir las escaleras.
—¿Ha venido alguien?
—Nadie.
Y como una gata negra, escapa escaleras abajo.
Atravesé lentamente el salen y me detuve ante la puerta de su alcoba,
¿Por qué me late el corazón, si soy dichoso?
Al abrir despacito la puerta y retirar los cortinajes, Wanda está tendida en el sofá y
finge no darse cuenta de mi llegada, ¡Qué hermosa en su traje de seda gris plateada, que
revela sus divinas formas y descubre su admirable garganta y sus brazos! Una cinta de
terciopelo negro ata su pelo, En la chimenea arde el fuego; la lámpara lanza a su alrededor
su luz roja; toda la habitación parece nadar en sangre.
—¡Wanda! —exclamé al fin.
—¡Oh, Severino! —exclamó con alegría—. Te he aguardado impaciente,
Se levantó y me enlazó en sus brazos. Después se sentó de nuevo sobre el rico
almohadón, y quiso atraerme hacia ella; pero yo me deslicé a sus pies y recliné mi cabeza
sobre sus rodillas.
—¿Sabes que hoy estoy muy enamorada de ti? —murmuró, mientras apartando dos
mechones de pelo de mi frente me besaba en los ojos—, ¡Cuan hermosos tus ojos! Siempre
fue lo que más admiré de ti, pero ahora estoy verdaderamente loca. ¡Me muero!
Extendió sus adorables miembros y me envolvió en una dulce mirada a través de las
pestañas.
—¡Pero estás frío! Me tienes en los brazos como un pedazo de madera. ¡Aguarda,
yo te encenderé! —y se pegó otra vez a mis labios, acariciante y maligna—. Veo que ya no
te gusta, y tendré que ser cruel contigo a la fuerza. Sin duda he sido hoy demasiado buena
para ti. ¿Sabes, loco? Tendré que apelar al látigo...
—Pero niña;..
—Sí, lo quiero.
—¡Wanda!
—¡Anda! ¡Déjate atar! ¡Quiero verte enamorado! ¿Entiendes? Aquí tenernos las
cuerdas. Vamos a ver si sé. Me ató primero los pies, luego las manos a la espalda, y, por
último, me agarrotó los
brazos como Un criminal. —¿Qué es eso? ¿Puedes aún moverte? —No.
—Bueno.
Hizo un lazo con una cuerda gruesa, me la pasó por la cabeza, dejándole deslizar
hasta las caderas; luego tiró y me ató a íá columna.
En este momento sentí un extraño estremecimiento.
—Experimento la sensación que debe experimentar un sentenciado.
—¡Es que hoy te van a flagelar de veras!
—Entonces te ruego que te pongas la chaqueta de armiño.
—Te complaceré.
Y quitándose la kazabaika se puso aquella prenda. Luego, con los brazos cruzados
sobre el pecho, se colocó ante mí y me miró con los ojos entornados.
—¿Conoces la historia del toro de Dionisio, tirano de Siracusa? —me preguntó.
—La recuerdo malamente. ¿Qué es ello?
—Un cortesano inventó un nuevo modo de suplicio para uso del tirano de Siracusa.
Consistía en un toro de bronce hueco, en cuya entraña debía ser encerrado, el sentenciado.
Una vez dentro éste, el toro era sometido a la acción de un fuego violento. Apenas la
máquina comenzaba a caldearse, el desgraciado aullaba de dolor, y sus quejas semejaban el
mugido del animal. Dionisio sonrió agradecido al inventor, sólo que, para probar su
descubrimiento, lo encerró a él mismo en su toro de bronce. Esta historia está llena de
enseñanzas. Lo mismo te pasa a ti, que me has enseñado el egoísmo, el orgullo y la
crueldad, y que serás la primera víctima mía. Siento ahora el placer de tener bajo mi
dominio a un hombre que piensa, siente y quiere como yo; un hombre más fuerte que yo, de
cuerpo y espíritu, y de maltratarle particularmente porque me ama. ¿Me amas tú aún?
—¡Hasta la locura!
—¡Tanto mejor! Así sólo experimentarás placer en lo que voy a hacer de ti.
—¿Qué tienes? ¡No comprendo! La crueldad brilla verdaderamente hoy en tus ojos
y estás tan extrañamente hermosa..., hasta tal punto eres la encarnación de la Venus de las
pieles...
Sin contestarme, Wanda pasó su brazo sobre mi cuello y me besó en la nuca. Todo
el fanatismo de mi pasión se apoderó de nuevo de mí.
—¿Pero dónde está el látigo? —grité. Wanda, sonriente, retrocedió.
—De modo ¿que quieres de veras? —exclamó, echando atrás desdeñosa la cabeza.
—¡Sí!
El rostro de Wanda cambió completamente de expresión, y alterado como estaba
por la cólera, hasta me pareció odioso.
—¡Anda, flagélale! —dijo en voz alta.
En el mismo momento, el rostro del hermoso griego apareció a través del cortinaje
de la cama. Quedó al principio mudo y cohibido. La situación era espantosamente cómica,
y yo mismo me hubiera echado a reír a carcajadas, si no hubiese sido a la vez tan
desesperadamente triste e ignominiosa conmigo.
Esto era más que mi sueño. Sentí frío en la espalda cuando mi rival se acercó hacia
mí, con sus botas de montar, su blanco chaleco, su dolmán rico, y cuando mi mirada cayó
sobre sus músculos de atleta.
—¿Eres cruel hasta este punto? —dijo volviéndose hacia Wanda.
—Tan sólo por el placer —respondió ella con aire huraño—. La vida sólo vale por
el placer; quien le goza, deja la vida con pena; el que sufre, saluda a la muerte como amiga.
Pero quien pretende gozar, ha de tomar la vida en el sentido antiguo, sin avergonzarse de
caer en la disipación, incluso a expensas de otro; ha de ser siempre despiadado; debe uncir
a los otros a su carro o a su arado, como bestias de carga. A los hombres que, como éste,
experimentan voluptuosidad y placer en la esclavitud, felices en ella y compartiendo las
alegrías que causan, no les pidáis ir libremente a la muerte. Su amo debe decirse: si me
tuvieran en su mano, como yo le tengo, harían lo mismo conmigo y tendría que pagar su
placer con mi sudor, con mi sangre, acaso con mi alma. Así era el mundo antiguo: placer y
crueldad, libertad y esclavitud han sido juntos. Los que quieran vivir como dioses del
Olimpo, deben tener esclavos que arrojar en los estanques, gladiadores que combatan en
sus suntuosos festines y que sólo se hacen un poco de sangre.
Sus palabras me destrozaron el alma por completo. Comprendía.
—¡Desatadme! —exclamé furioso.
—¿No eres mi esclavo, mi propiedad? ¿Tendré que enseñarte el contrato?
—¡Desatadme! —volví a gritar desesperado, tirando con violencia de la cuerda.
—¿Podrá desatarse? —preguntó Wanda al griego—. Me ha amenazado con la
muerte.
—Tranquilízate —dijo él examinando las ligaduras.
—¡Pediré socorro!
—Nadie nos oye y nadie me impedirá profanar otra vez tus sentimientos más
sagrados, y desempeñar contigo un papel frívolo —continuó citando con desdén satánico
las frases de mi carta—. ¿Soy ahora cruel y despiadada, o bien grosera? ¿Me amas o me
desprecias? Ten el látigo —y se lo alargó al griego, que vino con rapidez hacia mí.
—No lo intentéis —exclamé temblando de cólera—. No lo toleraré de vos.
—¿Lo dice usted porque no llevo pieles? —replicó el griego sonriendo con aire
frívolo. Y tomó de sobre la cama la pelliza de cebellina.
—¡Qué bueno eres! —dijo Wanda, besándole y ayudándole a ponerse la prenda.
—¿Puedo darle de veras? —preguntó.
—¡Haz de él lo que quieras! —fue la contestación de Wanda.
—¡Bárbaro! —dije, rabioso.
El griego levantó sobre mí su fría mirada de tigre y probó el látigo, hinchándosele el
bíceps de acero. Yo estaba agarrotado como Marsyas, y condenado a ver cómo Apolo me
desollaba vivo. Mi mirada, errante por la habitación, se detuvo en el corredor que
representaba a Sansón cegado por los filisteos, a los pies de Dalila. Esta imagen se me
presentó como un símbolo, la eterna alegoría de la pasión, de la voluptuosidad, del amor
que siente el hombre por la mujer. Cada uno de nosotros, me puse a pensar, es un Sansón a
la postre, engañado por su amada, ya lleve ésta un justillo de lienzo o una capa de cebellina.
—Mira ya cómo le domo —exclamó el griego.
Mostró los dientes, y su cara tomó la expresión sanguinaria que me asustó cuando le
vi por primera vez.
Y comenzó a descargar sobre mí el látigo, tan despiadada, tan espantosamente, que
yo saltaba a cada golpe con todo mi cuerpo. Las lágrimas corrían por mis mejillas y, entre
tanto, Wanda, recostada en el sofá entre sus pieles, contemplaba la escena con cruel
curiosidad, retorciéndose de risa.
Imposible es describir los sentimientos que experimenta un hombre maltratado por
un rival feliz ante la mujer a quien adora. Me sentía morir de vergüenza y desesperación.
Lo más ignominioso es que, en mi dolorosa situación, bajo el látigo de Apolo y las
risas de Venus cruel, experimenté al principio una especie de encanto fantástico,
ultrasensual. Pero el látigo de Apolo disipó pronto ese encanto poético. Los golpes llovían
sobre mí; apreté los dientes, y el sueño voluptuoso, la mujer, el amor, se desvanecieron para
mí.
Vi entonces con terrible precisión que, desde Holofernes y Agamenón hasta aquí, la
pasión ciega, la voluptuosidad ha llevado siempre al hombre al cepo que le tiende la
mujer..., la miseria, la esclavitud, la muerte.
Me pareció salir de un sueño.
En breve mi sangre saltó bajo el látigo. Yo me retorcía como un gusano, pero él
hería siempre sin piedad y ella reía sin piedad también, cerrando las maletas, envuelta en su
abrigo de viaje. Y seguía riendo cuando subió al coche en el pórtico.
Después cesó todo ruido.
Escuché, reteniendo la respiración.
El coche se alejó; se acabó todo.
Hubo un momento en que pensé vengarme, matarla. Pero recordé el contrato. Tenía
que cumplir mi palabra a regañadientes.
El primer sentimiento que experimenté, después de esta cruel catástrofe de mi vida,
fue un ardiente deseo de fatigarme, de viajar, de gustar las superfluidades de la existencia.
Quise hacerme militar y marchar a Asia o a Argelia; pero mi padre, anciano y enfermo, me
llamaba.
Volví, pues, tranquilamente al hogar doméstico y le ayudé, durante dos años, a
soportar los cuidados y responsabilidades de su puesto. Entonces aprendí lo que ignoraba
hasta entonces, y ahora me parece tan confortante como un vaso de agua a un ebrio.
Aprendí a trabajar y a cumplir mis deberes.
Mi padre murió y me convertí en propietario, sin cambiar por esto. Llevo botas de
campo y vivo con la moderación que tendría si mi padre viviese aún y me diera esta
lección, mirándome.
Un día recibí una caja y una carta, en cuyo sobre reconocí la letra de Wanda.
Extrañamente emocionado, la leí:
«Caballero:
»Ahora que han pasado más de tres años de la huida de Florencia en la
memorable noche que usted recordará, puedo escribirle para decirle, una vez más,
cuánto le he amado. Pero usted hirió todos mis sentimientos con el extraño donativo
que me hizo de su persona en su loca pasión. Tan luego como se hizo usted mi
esclavo, sentí que no podía ser usted ya mi marido. Pero me parecía gracioso
constituirme en ideal de usted, y quizá —cosa que me divertía más— llegar a
curarle.
»Yo encontré el hombre fuerte que necesitaba, y he sido tan feliz con él
como se puede ser en esta cómica bola de barro.
»Pero como cosa humana, mi felicidad duró poco. Apenas hace un año me le
mataron en duelo, y ahora vivo en París como una Aspasia.
»¿Y usted? Su vida no habrá sido muy alegre desde que perdió los sueños de
esclavitud, sin que hallaran satisfacción las desdichadas inclinaciones que me
quitaron desde el principio toda claridad de pensamiento, toda bondad de corazón,
toda sinceridad moral.
»Espero que mi látigo le habrá hecho bien. La cura fue cruel, pero radical.
Recuerdo de los días pasados y de una mujer que le amó a usted con pasión, sea ese
cuadro que le envío, obra del pobre alemán.
VENUS DE LAS PIELES.»
No podía hacer otra cosa que echarme a reír. Y cuando estaba sumergido en mis
pensamientos, se presentó ante mí, látigo en mano, la bella de la chaqueta de armiño. De
nuevo me eché a reír de lar que tanto había amado, de su famosa chaqueta de pieles, mi
antiguo encanto, del látigo que había probado, de mis propios dolores, y me dije: Sí, la cura
fue cruel, pero radical. Lo esencial es que estoy curado.
—Muy bien. ¿Y cuál es la moraleja de esta historia? —dije a Severino, colocando el
manuscrito sobre la mesa.
—¡Qué fui un burro! —exclamó sin volverse hacia mí—. ¡Así la hubiera golpeado!
—Curioso medio, que puede emplearse con tus paisanas.
—¡Ah, sí! ¡Están muy acostumbradas! Pero piensa en su acción ante nuestras
hermosas damas, nerviosas e histéricas.
—¿Y la moraleja?
—La moraleja es que, tal como la naturaleza la ha creado y como el hombre en la
actualidad la trata, la mujer es enemiga del hombre, pudiendo ser su esclava o su déspota,
pero jamás compañera. Sólo cuando el nacimiento haya igualado a la mujer con el hombre,
mediante la educación y el trabajo; cuando, como él, pueda mantener sus derechos, podrá
ser su compañera. En la actualidad, o somos el yunque o el martillo. Yo fui un burro al
hacerme esclavo de una mujer, ¿comprendes? Esa es la moraleja: el que se deja dar de
latigazos, lo merece. Como has visto, yo he sido golpeado, pero sané. Las nubes rosas del
ultrasensualismo se desvanecieron y nadie me hará ya tomar las monas sagradas de
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Benarés o el gallo de Platón por imagen de Dios.
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Así es como Arturo Schopenhauer llama a las mujeres.
Alusión al gallo desplumado que Diógenes echó en la escuela de Platón, diciendo: «¡He ahí tu hombre!»


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