No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (6)

La Venus de las Pieles (6)

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 de su toca eran más blancos que la nieve. Se dirigió hacia mí y me abrazó. De pronto sentí
que la sangre brotaba de mi cuerpo en ondas apretadas y ardientes.
—¿Qué haces? —pregunté asustado.
Se echó a reír, cuando he aquí que ya no conocí a Wanda. Era una enorme osa
blanca que hundía sus garras en mi cuerpo.
Grité desesperado y oía aún su risa diabólica cuando me desperté, y lleno de
asombro paseé mis miradas en la habitación.
Bien de mañana me puse a la puerta de Wanda, y cuando apareció el mozo con el
café, le tomé de sus manos para servírselo a mi hermosa dueña. Se había arreglado ya y
estaba soberbia, fresca y sonrosada. Me sonrió con afecto y me recordó mi tentativa de
alejarme de ella.
—Desayúnate pronto, Gregorio, porque vamos a buscar casa. No puedo permanecer
en el hotel más que lo indispensable. Estamos muy mal aquí, y si se me ocurre hablar
alguna vez contigo, dirán: «La rusa tiene buenas relaciones con su criado; la raza de las
Catalinas aún no se ha extinguido.»
Media hora después salimos, Wanda, con su traje de paño, su toca rusa; yo, con mi
librea cracovia.
Causamos sensación. Yo marchaba diez pasos detrás de ella, muy serio, pero
temiendo a cada instante soltar la carcajada. En todas partes se veían carteles con el letrero
Camere ammobiliate. Wanda hacía que yo subiese a verlas, y sólo se decidía a subir cuando
yo le aseguraba que tenían buena apariencia. Así es que, a mediodía, estaba tan fatigado
como un perro de caza.
No encontramos nada que nos conviniera. Wanda estaba algo contrariada. De
repente me dijo:
—Severino, es deliciosa la seriedad con que desempeñas tu papel, y las obligaciones
que nos hemos impuesto me excitan por demás. No puedo más; estás apetitoso, es preciso
que te dé un beso. Entraremos en cualquier parte.
—¡Pero, señora!
—¡Gregorio!
Subimos al primer piso que encontramos y me abrazó en la escalera, en un
transporte afectuoso.
—¡Ay, Severino, qué astuto eres! Como esclavo eres mucho más peligroso que
creía; estás irresistible y temo prendarme otra vez de ti.
—¿Pero no me amas ya? —pregunté emocionado.
Wanda movió negativamente la cabeza. Después me abrazó otra vez e imprimió
sobre los míos sus labios exquisitos.
Volvimos al hotel. Wanda almorzó y me hizo participar de su comida.
Pero a mí no me sirvieron con tanta diligencia como a ella; así es que apenas había
tomado dos pedazos de beefsteak, entró el criado, diciéndome con su aire teatral:
—Le llama la señora.
Me despedí melancólicamente de mi almuerzo, y fatigado y hambriento fui a
reunirme con Wanda, que ya estaba en la calle.
—Nunca le creí a usted tan cruel, mi dueña —le dije en tono de reproche—, que
después de tantas fatigas no me dejara comer tranquilo.
Ella se echó a reír de todas veras.
—Creí que habías acabado, pero no importa. El hombre, en general, ha nacido para
sufrir, y tú particularmente. Los mártires no comían beefsteaks.
La seguí lleno de rencor, conteniendo mi hambre.
—He renunciado a la idea de tomar cuarto amueblado; es molesto estar encerrada en
un piso y no poder hacer lo que se quiere; tanto más en las circunstancias tan extrañas y
fantásticas en que nos encontramos. Voy a alquilar toda una villa; pero aguarda y quédate
asombrado. Te permito que vayas a hartarte y que visites la ciudad. No vayas a casa hasta
la noche. Si te necesito, te llamaré.
He visitado a Duomo, el palacio antiguo, la loggia Lanzi, y luego he contemplado
largo tiempo el Arno, dejando caer mis miradas sobre la antigua y majestuosa Florencia,
con sus redondas cúpulas y campanarios dibujándose en el cielo azul puro, sobre los
puentes magníficos, los grandes arcos por donde el hermoso río amarillento echa sus aguas
rápidas, sobre las verdes colinas cubiertas de esbeltos cipreses y vastos monumentos,
palacios y claustros, que rodean la ciudad.
Es un nuevo mundo este en que nos encontramos, voluptuoso, alegre, luminoso. El
paisaje no tiene la seriedad y melancolía del nuestro. No hay un rincón, hasta perderse la
vista, hasta las últimas villas blancas diseminadas en las verdes colinas, que el sol no dore
con su brillante luz. También los hombres son menos serios que nosotros, menos capaces
—tal vez— de pensar, pero todo lo miran como si fueran felices.
Dicen que en el Mediodía hay una gran mortalidad. No hay, pues, rosa sin espinas,
ni voluptuosidad sin tormento.
Wanda ha descubierto en la orilla izquierda del Arno una villa encantadora, cercana
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a los Cascinos , y la ha alquilado por todo el invierno. Está rodeada de un delicioso jardín,
con bosquecillos encantadores, praderas y parterres de camelias.
Es una villa de un solo piso, de estilo italiano, cuadrada. En la fachada delantera hay
una galería abierta, una especie de «loggia» con estatuas de yeso de gusto antiguo,
instaladas sobre pedestales o sobre los escalones que descienden al jardín. Por esta galería
se llega a un majestuoso baño de mármol, con una escalera de caracol cercana que conduce
a la alcoba de la dueña.
Wanda ocupa todo el primer piso.
A mí me reserva en el piso bajo una habitación bastante bonita, con chimenea y
todo.
Me pongo a recorrer el jardín, cuando descubro en una colina un pequeño templo
cerrado. Miro por una rendija y veo dentro a la diosa de amor en pie sobre un pedestal.
Un dulce estremecimiento me recorre. Ella me dice riendo:
—¿Estás ahí? Te esperaba.
Anochece. Una linda doncellita me comunica la orden de comparecer ante mi
dueña. Subo la escalera de mármol, atravieso la antecámara, el gran salón lleno de
suntuosas riquezas, y llamo a la puerta de la alcoba. El lujo que veo dondequiera me
inquieta, haciéndome llamar con timidez. Me pregunto qué actitud guardaré en la alcoba de
la gran Catalina, y cómo se me aparecería ahora con su verde pelliza, el cordón rojo sobre
la garganta desnuda y sus buclecitos empolvados.
Vuelvo a llamar. Wanda abre, impaciente y violenta.
—¿Por qué has tardado?
—Estaba detrás de la puerta; sin duda no me oíste llamar —respondí con timidez.
Cierra la puerta, viene hacia mí y me conduce al sofá de damasco rojo en que
reposaba. Todo es rojo, todo de damasco. El edredón representa un asunto —Sansón y
Dalila— soberbiamente trabajado.
Wanda me recibe en el más fascinador deshabillé. Su traje de seda blanca modela
ligera y artísticamente su cuerpo gracioso, dejando al descubierto lá garganta y los brazos,
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Famoso paseo de Florencia, admirado por los extranjeros.
delicados y llenos de abandono, rodeados de las sombrías pieles de la gran pelliza de
terciopelo verde guarnecida de cebellina. Su cabellera de fuego, medio deshecha y
sostenida por nudos de perlas negras, cae hasta sus caderas.
—Venus de las pieles —balbuceé, en tanto que me atrae a su garganta, casi
ahogándome a besos. Después quedo mudo y privado de pensamiento, sumergido en un
mar de delicias no soñadas.
Al fin Wanda se desprende y me mira, apoyada sobre su brazo. Caí a sus pies; ella
me atrajo a sí y comenzó a jugar con mi pelo.
—¿Me amas aún? —me dijo con los ojos embriagados.
—¡Tú lo preguntas!
—¿Recuerdas aún tu juramento? —añadió con una encantadora sonrisa—. Todo
está ya arreglado, todo dispuesto. Vuelvo a preguntarte otra vez: ¿De veras quieres ser mi
esclavo?
—¿No lo soy ya? —repliqué asombrado. —No has firmado aún el contrato.
—¡El contrato! ¿Qué contrato?
—¿Lo ves? ¡Ya no te acuerdas! Dejémoslo, pues.
—Pero, Wanda, bien sabes tú que yo no conozco mayor delicia que servirte, ser tu
esclavo, y que todo lo daría por esa voluptuosidad, incluso mi vida.
—¡Cuan hermoso estás cuando te exaltas, cuando hablas con tanto fuego! ¡Ah!
Cada vez estoy más perdida por ti, y seré dura, imperiosa y cruel contigo. Pero temo no
poder serlo.
—Eso no me inquieta —dije riendo— ¿Dónde está el documento?
—Aquí —dijo confusa, y le sacó del pecho para dármelo—. En él está tu felicidad;
quedas completamente a mi disposición, porque, además, tengo redactado otro documento
en que declaras tu intención de matarte. Puedo matarte, si me parece.
—Trae.
Mientras yo desplegaba el documento y leía, Wanda tomó tintero y pluma, se sentó
luego a mi lado, pasó el brazo alrededor de mi cuello y miró el papel por detrás de mí.
El documento decía así:
CONTRATO
ENTRE LA SEÑORA WANDA DE DUNAIEW Y EL SEÑOR SEVERINO DE
KUSIEMSKI
«El señor Severino de Kusiemski quiere, desde el día de hoy, ser el
prometido de la señora Wanda de Dunaiew, renunciando a todos sus derechos de
amante y obligándose, bajo palabra de honor y caballero, a ser su esclavo, en tanto
que ella no le conceda libertad.
Como esclavo de la señora Dunaiew, tomará el nombre de Gregorio, y se
compromete a satisfacer sin reservas todos los deseos de la susodicha señora, su
dueña, obedeciendo todas sus órdenes, siéndole humildemente sumiso,
considerando cualquier merced que reciba como Uña gracia extraordinaria.
La señora Dunaiew, no sólo adquiere el derecho de golpear a su esclavo por
las faltas que cometa, sino también el de maltratarle por capricho o por pasatiempo,
incluso hasta matarle, si le place. Queda, en suma, en su propiedad absoluta.
Si la señora Dunaiew concede libertad a su esclavo, el señor Severino de
Kusiemski se compromete a olvidar todo lo que, como esclavo, haya podido sufrir,
y a no vengarse jamás, en ninguna manera por ningún medio y bajo ninguna
especie de consideración, ni a ejercitar acción alguna contra aquélla.
Por su parte, la señora Dunaiew se obliga a comparecer vestida de pieles con
la mayor frecuencia ante su esclavo, incluso cuando se muestre cruel para con él.
Hecho hoy...»
El segundo documento sólo contenía estas palabras:
«Cansado de las decepciones de un año de existencia, pongo fin libremente a
mi vida inútil.»
Un profundo horror me invadió al leerle. Todavía era tiempo, podía volverme atrás;
pero la demencia de la pasión, la vista de la hermosa que, ebria de alegría, se apoya en mi
hombro, me arrastraban.
—Tienes que copiar éste —dijo Wanda, señalando el segundo documento—, que
debe ir escrito enteramente de tu puño y letra. El contrato no hace falta.
Copié a escape las palabras en que proclamaba mi suicidio, y di el papel a Wanda.
Lo leyó, y riendo, lo puso sobre la mesa.
—Ahora, ¿tendrás valor para firmar éste? —preguntó, sacudiendo la cabeza, con
una sonrisa fina.
Tomé la pluma.
—Déjame firmar antes —dijo Wanda—. Te tiembla la mano. ¿Temes?
Ella tomó el contrato y la pluma, y yo levanté los ojos, en lucha conmigo mismo,
cuando mis miradas cayeron sobre numerosas pinturas de las escuelas italiana y holandesa,
cuyo extraño carácter se relacionaba con el asunto del edredón, que tenía para mí un
aspecto inquietante. Dalila, una buena moza de cabellera de fuego, medio cubierta por un
manto de pieles oscuras, estaba tendida sobre un diván rojo, inclinándose riente hacia
Sansón, derribado y maniatado por los filisteos. Su burlona coquetería, su sonrisa, tiene una
crueldad verdaderamente infernal; sus ojos entornados se dirigen a los de Sansón, que
lanzan una última mirada de amor llena de clemencia, porque ya uno de los enemigos se
arrodilla sobre su pecho, dispuesto a cegarle con el hierro ardiente.
—De manera que estás completamente perdido. ¿Qué te sucede? Deja todo eso a los
antiguos. ¿Acaso me conocerás menos cuando hayas firmado?
Miré el papel. El nombre de Wanda aparecía en amplios caracteres. Hundí mi
mirada en la suya, de un encanto irresistible, después tomé la pluma y puse mi firma en el
contrato.
—Tiemblas —dijo Wanda—. ¿Tendré que llevarte la mano?
Y cogió dulcemente mi mano, cuando ya mi nombre aparecía en el papel. Wanda
examinó una vez más los documentos y los guardó en una mesita próxima.
—Ahora dame tu pasaporte y el dinero que tengas.
Saqué mi cartera y se la di. Ella la registró y la colocó luego sobre el pasaporte, en
tanto que yo me arrodillaba ante ella y, lleno de una dulce embriaguez, dejaba descansar mi
cabeza sobre su seno.
Pero de repente me rechazó con el pie, se levantó e hizo sonar la campanilla.
Instantáneamente entraron, provistas de cuerdas, tres negras jóvenes, esbeltas, vestidas de
rojo.
Comprendí todo el horror de mi situación y quise levantarme; pero ya Wanda se
erguía como una dueña, volviendo hacia mí su frío y hermoso rostro, sus cejas
amenazadoras, sus desdeñosos ojos. Hizo una señal con la mano, y antes de que hubiese
podido darme cuenta de lo que iba a pasar, las negras me derribaron y ataron de pies y
manos, hasta el punto de no poderme mover apenas.
—Tráeme el látigo, Haydée —ordenó Wanda con una flema imperturbable.
La negra se lo presentó de rodillas a su ama.
— ¡Quítame esta piel tan pesada, me molesta! La negra obedeció.
—Trae aquella chaqueta.
Haydée volvió con la bazabaika de armiño tendida en la cama y Wanda, con un
gesto de inimitable gracia, ordenó:
—¡Atadle a esa columna!
Las negras me levantaron, pasaron una fuerte cuerda alrededor de mi cuerpo y me
ataron, en pie, a una de las macizas columnas que sostenían el amplio techo italiano.
Después desaparecieron, como si las hubiera tragado la tierra.
Wanda se aproximó a mí; su traje de seda blanca flotaba como un rayo de luna; su
cabellera ardía sobre las pieles de la chaqueta. Con la mano izquierda apoyada en un
costado, el látigo en la derecha, me dijo con un tono despiadado:
—Toda comedia ha cesado entre nosotros. ¡Ahora va de veras, insensato,
despreciable, entregado a mí como un juguete en tu ciega demencia; a mí, orgullosa y llena
de caprichos! Has dejado de ser mi bien amado; eres mi esclavo, y puedo disponer de tu
vida si me place. Así aprenderás a conocerme. Empezarás por gustar el látigo de mi mano,
por capricho, sin haberlo merecido, y así sabrás lo que te espera cuando cometas falta.
Con una gracia salvaje se levantó la manga orlada de armiño y me descargó un
latigazo sobre los riñones.
Todo mi cuerpo se estremeció; el látigo había entrado en mi carne como la hoja de
un cuchillo.
—¡Ah! ¿Te gusta? —exclamaba ella—. Espera, espera, voy a hacerte aullar como
un perro —añadió amenazadora, volviendo a golpearme.
Los golpes llovían, duros y rápidos, con espantosa violencia, sobre mis lomos, mis
brazos, mi cuello. Yo apretaba los dientes para no chillar. Una de las veces el látigo me
cruzó la cara y la sangre saltó. Ella se echó a reír sin dejar de pegarme.
—Ahora comprendo el placer de poseer a un hombre que ama. ¿Me amas aún? ¡No!
¡Aguarda, que he de desgarrarte! A cada golpe, el placer que experimento aumenta.
¡Todavía un poco más! ¡Chilla, grita! No he de tener piedad.
Por fin se cansó.
Arrojó el látigo, se extendió en el sofá y llamó.
Las negras entraron.
—¡Desatadle!
Al quitarme la cuerda caí a tierra como una masa inerte. Las negras rieron,
enseñando sus dientes blancos.
—¡Quitadle la cuerda de los pies! Al fin pude levantarme.
—Ven a mi lado, Gregorio.
Me aproximé a la hermosa, que nunca me había parecido tan seductora como
entonces, en su crueldad, en su sarcasmo.
—Da un paso más, arrodíllate y bésame los pies.
Alargó el pie y yo apoyé mis labios en él, ¡loco, pobre insensato!
—No vas a verme en todo un mes, Gregorio —añadió muy seria—. Y en todo ese
tiempo, que aliviará tu nueva posición, trabajarás en el jardín y aguardarás mis órdenes.
Ahora, ¡marcha, esclavo!
Ha transcurrido un mes con monótona regularidad, en el duro trabajo, en la
melancolía, invadido del ardiente deseo de ver a la que me causa tantos sufrimientos. Soy
ayudante del jardinero, y con él podo árboles, corto troncos, trasplanto flores, cavo y limpio
las avenidas. Comparto con él su grosera comida y su duro lecho. Me levanto y me acuesto
con los pájaros, y, de vez en cuando, sé que la dueña se divierte, que está rodeada de
adoradores, y una vez he escuchado sus alegres carcajadas en el jardín.
Voy volviéndome estúpido. ¿He aceptado este oficio ha poco, o le he ejercido
antes? Pasado mañana termina el mes. ¿Qué va a ser de mí? ¿O me habrá olvidado y deberé
dedicarme a cortar troncos y hacer ramilletes hasta el término de mis días?
ORDEN ESCRITA
«El esclavo Gregorio, conforme a la presente, deberá permanecer a mi
disposición personal.
WANDA
DUNAIEW.»
DE
A la mañana siguiente, palpitándome el corazón, levanto el cortinaje adamascado y
penetro en la alcoba de mi diosa, medio a oscuras.
—¿Estás ahí, Gregorio? —pregunta Wanda, mientras yo, arrodillado ante la
chimenea, preparo el fuego, estremecido al escuchar la voz de mi amada.
—Sí, mi dueña.
—¿Qué hora es?
—Han dado ya las nueve.
—Tráeme el desayuno.
Me apresuro a prepararle. Luego vuelvo con él y me arrodillo ante su lecho.
—Aquí está el desayuno, mi dueña.
Wanda entreabre las cortinas, y al principio, extrañamente despeinada, no la
reconozco. Las queridas facciones no tienen la belleza acostumbrada. El rostro se ha
endurecido, y presenta una marcada expresión de laxitud y hastío.
¿Acaso es que yo no reparé antes en ella?
Detiene sobre mí sus ojos verdes, más bien curiosos que amenazadores, hasta
compadecidos, y, levantando las pieles sobre que descansa, cubre con ellas sus espaldas
desnudas.
En este momento está tan deliciosa, tan tentadora, que siento que la sangre se agolpa
en mi cabeza y en mi corazón, hasta el punto de que el servicio de café oscila en mis
manos. Ella lo nota y se apodera del látigo, colocado sobre una mesa de noche.
—¡Torpe esclavo! —dice, frunciendo el entrecejo.
Bajo los ojos y sostengo la bandeja lo mejor que puedo. Ella toma su desayuno,
bosteza y estira sus soberbios miembros entre las ricas pieles.
Ha llamado. Entro.
—Esta carta al príncipe Corsini.
Corro a la ciudad, entrego la carta al príncipe —guapo mozo de ojos ardientes— y,
devorado por los celos, conduzco la respuesta.
—¿Qué tienes? —me dice espiándome maliciosamente—. Estás horriblemente
pálido.
—Nada, mi dueña; es que vengo corriendo.
El príncipe almuerza con ella y yo estoy condenado a servirles a los dos, para los
cuales no existo. Hay un momento en que mis ojos se oscurecen y dejo caer el Burdeos
sobre el mantel y aun sobre los comensales.
—¡Torpe! —exclama Wanda, dándome un bofetón.
El príncipe y ella se echan a reír, y la sangre me sube al rostro.
Después de almorzar ha ido a pasear a los Cascinos, guiando su cochecito arrastrado
por un tronco de caballos ingleses. Yo voy sentado detrás y observo sus coqueterías, sus
sonrisas, cuando algún caballero importante la saluda.
Al bajar del coche se apoya levemente sobre mí y su contacto me produce el efecto
de una descarga eléctrica. ¡Esta mujer es maravillosamente bella y la amo cada vez más!
Damas y caballeros se reúnen a cenar a las seis de la tarde. Yo sirvo la mesa, sin que
esta vez haya derramado el vino.
Una bofetada vale más que diez amonestaciones, sobre todo cuando la aplica una
manecita regordeta de mujer.
Después de cenar ha ido en coche al teatro Pérgola. Al bajar la escalera, vestida de
seda negra, con su cuello de armiño y una diadema de rosas blancas en la cabeza, se me
aparece verdaderamente deslumbradora. Abro la portezuela y la ayudo a subir. Ante el
teatro, salto al estribo, ella se apoya en mí, y yo tiemblo.
Abro la puerta del palco y aguardo en el vestíbulo. La representación dura cuatro
horas, durante las cuales la acompaña un caballero. Yo aprieto los dientes de cólera.
Es más de medianoche cuando suena por última vez la campanilla.
—Lumbre —ordena.
Luego, mientras enciendo, pide té.
Cuando vuelvo con el samovar ya está desnuda, poniéndose el deshabillé blanco
con ayuda de una negra.
Haydée no tarda en desaparecer.
—Dame la pelliza de noche —dice Wanda tendiendo sus bellos miembros
adormecidos. Tomo la piel, que descansa en una de las butacas y la sostengo, mientras ella,
con
cierto descuido, pasa los brazos por las mangas.
—Quítame los zapatos y ponme las zapatillas.
Me arrodillo y tiro del zapatito, que se me resiste.
—¡Quita, quita! Me haces daño. ¡Ahora verás!
En un abrir y cerrar de ojos me da un latigazo.
—¡Anda, vete!
Un puntapié aún, y me voy a acostar.
Hoy la he llevado a una recepción. En la antecámara me ordena que la quite el
abrigo. Después entra con altiva sonrisa, segura de su triunfo, en la sala brillantemente
alumbrada. Otra vez veo desfilar hora tras hora mis tristes pensamientos. De tiempo en
tiempo, la música llega hasta mí, cuando la puerta se abre un instante. Dos lacayos quieren
entablar conversación conmigo, pero lo dejan en vista de que hablo muy pocas palabras en
italiano.
Me duermo, finalmente, y sueño que he matado a Wanda en un furioso acceso de
celos y que me han condenado a muerte. Me veo atado en el cadalso; el hacha cae, la siento
sobre la nuca, pero estoy vivo.
El verdugo me golpea entonces la cara.
No, no es el verdugo; es Wanda, que está ante mí, reclamando su abrigo. En un abrir
y cerrar de ojos vuelvo sobre mí y la obedezco.
Es todavía un placer poner el abrigo a una hermosa y soberbia mujer; ver, sentir su
cuello, sus miembros magníficos hundirse en la piel rica y delicada, levantar los bucles
caídos de su cabellera; y es para perder el sentido cuando se quita la pelliza y el dulce calor
y el perfume sutil de su cuerpo persisten sobre el pelo dorado de la cebellina.
¡Por fin un día sin convidados, sin teatro, sin sociedad! Respiro ampliamente.
Wanda está sentada leyendo en la galería, sin que parezca dispuesta a ordenarme nada. Al
oscurecer se retira con la bruma plateada. La sirvo la cena. Cena sola. No tiene una mirada,
una sílaba, ni siquiera una bofetada para mí.
¡Ah! ¡Cómo echo de menos ser golpeado por ella!
Las lágrimas se me saltan al sentirme humillado tan cruelmente, sin que una vez
tenga el valor de torturarme, de maltratarme.
Antes de irse a la cama me llama:
—Esta noche te acostarás cerca de mí. Anoche tuve un sueño espantoso y me dio
miedo. Toma uno de los almohadones del sofá y extiéndele a mis pies sobre la piel de oso.
Luego apaga la lámpara y sube al lecho, la única luz de un globo opaco que pende
del techo de la alcoba.
—No te muevas, no me despiertes.
Así lo hago, pero sin poder dormir. Veo a la bella, soberbia como una diosa,
descansando sobre las pieles, tendida sobre el torso, los brazos bajo la nuca, inundados por
su cabellera rutilante. Escucho la rítmica cadencia de su respiración. Cada vez que se
mueve, atiendo para ver si me necesita.
Pero ella no tiene necesidad de mí.
No tengo para ella ningún otro deber que cumplir, ninguna otra significación que un
revólver o una lamparilla.
¿Quién es el loco, ella o yo? Todo esto, ¿proviene de un cerebro de mujer mala,
fértil en traspasar mis fantasías ultrasensuales o quizá esta mujer es una de esas naturalezas
a lo Nerón, que encuentran un placer diabólico en aplastar como gusanos hombres que
piensan y sienten, y que poseen —como ellos— una voluntad?
¡Qué no he sufrido!


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