No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (5)

La Venus de las Pieles (5)

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 —¡No hay ningún capricho!
—¿Qué es, entonces? —pregunté aterrado. —Ese instinto ha entrado en mí —dijo
con la mayor tranquilidad, como reflexionando—. Quizá no hubiera alumbrado nunca; pero
le despertaste tú, tú le desarrollaste, alcanza ahora una fuerza irresistible que llena todo mi
ser, que me causa un goce extremo, todo lo que puedo desear, y ¿ahora quieres tú que
retroceda? ¿Eres un hombre?
—¡Mi querida Wanda!
Y comencé a abrazarla, a acariciarla.
—¡Déjame, no eres un hombre!
—¿Y tú qué eres?
—Muy terca, lo sabes. No soy fuerte en quimeras, ni débil en ejecución como tú;
cuando emprendo algo, lo termino, tanto mejor si encuentro resistencia. ¡Déjame!
Me rechaza de sí y se aleja.
—¡Wanda!
Me levanté y fijé, ante ella, mis ojos en los suyos.
—Ya me conoces, y te lo he advertido una vez. Todavía puedes elegir. Yo no te
obligo a que seas mi esclavo.
—¡Wanda! —repliqué, conmovido, saltándoseme las lágrimas de los ojos—. ¡No
sabes tú cuánto te amo!
Ella movió desdeñosamente los labios. —Estás abusando y haciéndote más odiosa
que eres; tu carácter es bueno, noble.
—¿Qué sabes tú de eso? —interrumpió, impetuosa—. Nunca aprenderás a
conocerme.
—¡Wanda!
—Decide. ¿Quieres someterte sin reservas?
—¿Y si digo que no?...
—Entonces...
Se adelanta hacia mí, fría y odiosa. Con los brazos cruzados sobre el pecho, con su
mala sonrisa en los labios, me parece la déspota de mis sueños. Sus facciones han tomado
una expresión de dureza, y su mirada no anuncia nada bueno.
—Está bien —dice, por último.
—Eres mala; quisieras darme de latigazos.
—¡Oh, no! Quiero dejarte ir. Eres libre. No te retengo.
—¡Wanda, yo que te amo tanto!...
—Sí, usted que me adora —añadió con desdén—. Usted, un cobarde, un embustero,
un traidor a su palabra. ¡Déjeme usted al instante!
—¡Wanda!
—¡Vil criatura!
La sangre me llenó el corazón y rompí a llorar, cayendo a sus plantas.
—¡Lágrimas aún! —y se echó a reír, ¡oh!, con aquella risa espantosa—. ¡Váyase
usted, no quiero verle más!
—¡Dios mío! —exclamé fuera de mí —. Haré todo lo que me mandes: seré tu
esclavo, tu juguete; pero no me alejes de ti... Voy al abismo; pero no puedo vivir sin ti.
Abracé sus rodillas y cubrí de besos sus manos.
—Sí, debes ser un esclavo, sentir el látigo, porque no eres un hombre —dijo
tranquila, sin cólera, sin rapto, de propósito, para dañarme más—. Ahora te conozco;
conozco tu naturaleza de perro, que lame a quien le pega y le maltrata siempre. Te conozco
ya; pero tú también aprenderás a conocerme.
Se puso a pasear mientras yo quedaba de rodillas, aniquilado, baja la cabeza,
inundado en lágrimas.
—Ven conmigo —ordenó Wanda, tendida en el sofá.
Me senté a su lado. Ella me miró con aire sombrío; después, de repente, sus ojos se
iluminaron; me atrajo, sonriente, a su pecho y me abrazó, con lágrimas en la mirada.
Lo cómico de mi situación es que soy como el oso del parque Lili. Puedo huir y no
quiero, y todo lo soporto cuando ella me amenaza con la libertad.
¡Si volviese a tomar el látigo en las manos! La amabilidad con que ahora me trata es
inquietante. Parece que soy un ratoncito, con el que juega coquetamente una hermosa gata,
dispuesta a devorarme a cada instante. Mi corazón de ratoncito amenaza estallar.
¿Qué es lo que prepara? ¿Qué va a hacer conmigo.
Parece haber olvidado por completo el contrato de esclavitud. ¿Fue aquello un
capricho que abandonó al momento para que no pudiese oponerle ninguna resistencia, para
que me abandonara a su soberana fantasía?
¡Qué buena es todavía para mí! ¡Cuan afectuosa y enamorada! Estamos pasando
días deliciosos.
Hoy me ha hecho leer la escena de Fausto y Mefistófeles, cuando éste aparece como
un estudiante vagabundo. Su mirada se detiene sobre mí, llena de satisfacción.
—No comprendo —dice al acabar la lectura— cómo un hombre pueda expresar
grandes y bellos pensamientos de una manera tan maravillosamente clara, tan permanente,
y a pesar de ello, ser un excéntrico, un Schlemihl ultrasensualista.
—¿Estás contenta? — le dije oprimiendo su mano.
Me acarició la frente amistosamente.
—Te amo, Severino —murmuró—, y creo que nunca podré amar más a nadie.
¿Quieres que seamos razonables?
Sin responder, la tomé en mis brazos. Una profunda melancólica alegría interior
llenaba mi corazón; mis ojos se humedecieron y una lágrima cayó sobre mi mano.
—¿Por qué lloras? Eres un niño.
Paseando en coche, hemos encontrado al príncipe ruso, en coche también. Se le notó
que le sorprendía de veras verme a mí al lado de Wanda, y parecía quererme atravesar con
sus ojos grises eléctricos; pero ella —¡me hubiera echado a sus rodillas besándoles los
pies!— pareció no darse cuenta, dejando resbalar su mirada indiferente sobre él, como si
fuera un árbol o un objeto inerte. Después se volvió hacia mí, con una carcajada
encantadora.
Al darle hoy las buenas noches, me ha parecido de repente distraída, aburrida, sin
razón. ¿Qué estará conjurando?
—Me disgusta que te vayas —dijo cuando ya estaba en el umbral.
—Sólo de ti depende reducir el tiempo de prueba que me atormenta —dije
gimiendo.
—Parece que no notas que también para mí es un tormento.
—Entonces, ponle término —dije, rodeándola con los brazos—. Sé mi mujer.
—Nunca, Severino —contestó con dulzura llena de firmeza.
—¿Qué hay, pues? —pregunté aterrorizado hasta lo más profundo de mi alma.
—No eres tú el hombre que me conviene.
La miré, retiré dulcemente mi brazo que aún reposaba sobre su talle, y abandoné la
habitación. No volvió a llamarme.
Noche de insomnio. He tomado mil resoluciones y las he abandonado todas. Por la
mañana he escrito una carta de rompimiento. Al cerrarla me temblaba la mano, sintiendo
como una quemazón en los dedos.
Mis piernas parecían quebrarse cuando subí la escalinata para entregar la carta.
La puerta se abrió y Wanda asomó la cabeza, dispuesta para rizarse el pelo.
—No me he rizado aún el pelo —dijo riendo—, ¿Qué te ocurre?
—Una carta.
—¿Para mí?
Asentí con la cabeza.
—¡Ah! ¿Quieres romper conmigo? —preguntó en tono burlón.
—¿No dijiste ayer que no era yo tu hombre?
—Y lo repito.
Me eché a temblar, tendí la carta, la voz me faltó.
—Toma.
—Guárdala. Has olvidado, por lo visto, que no se trata aquí de saber si eres o no el
hombre que me conviene y que bastas para esclavo. —¡Mi dueña! —exclamé encantado. —
Sí, así deberás llamarme en lo sucesivo —dijo Wanda con un gesto de desdén
indecible—. Arregla los asuntos en el término de veinticuatro
horas, porque pasado mañana salgo para Italia y te llevaré conmigo
como criado. —¡Wanda!
—Quedan prohibidas esas familiaridades —me dijo, acentuando la palabra de un
modo incisivo—, como asimismo que entres en mi habitación sin que te llame y que me
hables sin que te invite. Desde hoy no te llamarás Severino, sino Gregorio.
Me estremecí de indignación —no puedo negarlo—, pero también
de placer y de una emoción insuperable. —Pero, señora, usted conoce
bien mi situación; yo dependo todavía de mi padre, y dudo que disponga
en mi favor de una cantidad tan crecida como la que supone el viaje. —
¿Quiere decir que no tienes dinero? —preguntó Wanda encantada—.
¡Tanto mejor! Así dependerás completamente de mí, como un esclavo. —
Pero usted no considera —intenté objetar— que me es imposible, como
caballero...
—Lo que yo sé —interrumpió ella con imperio— es que, como caballero, usted se
ha comprometido, bajo juramento, bajo palabra de honor, a seguirme, como esclavo, donde
yo quiera, y a obedecerme en todo. ¡Basta ya, Gregorio!
Me volví hacia la puerta.
—Todavía no. Has de besarme antes la mano.
Me la tendió con cierto orgulloso abandono, y yo — ¡asno, dilettante, vil esclavo!—
la llevé con afectuoso transporte a mis labios, secos por la fiebre y la excitación.
Hizo una señal con la cabeza.
Me despedía.
Ya era tarde cuando encendí la lámpara y la chimenea, porque aún tenía algunas
cartas y papeles que arreglar. El viento de otoño, según costumbre aquí, comenzaba a
soplar con violencia.
De repente, ella llamó con el puño del látigo en mi ventana.
Abrí y la encontré vestida con su chaqueta de armiño, cubriéndose la cabeza con
una toca de cosaco, alta y redonda, también de armiño, como las que gustaba llevar la gran
Catalina.
—¿Estás dispuesto, Gregorio? —preguntó con aire sombrío.
—Todavía no, mi dueña.
—Me agrada la palabra. Llámame siempre así, ¿entiendes? Mañana, a las nueve,
dejamos estos lugares. Hasta la ciudad, serás mi acompañante, mi amigo; una vez que
hayamos subido al coche, mi siervo, mi criado. Ahora cierra la ventana y abre la puerta.
Luego que hube cumplido sus órdenes, entró y me preguntó, fruncidas las cejas:
—¿Te gusto ahora?
—¿Tú?
—¿Quién te permite llamarme así? —y me dio un latigazo.
—Está usted maravillosamente hermosa, mi dueña.
Wanda rió y se sentó en mi butaca.
—Arrodíllate aquí, cerca de mí.
Obedecí.
—Bésame la mano.
Cogí su manecita fría y la besé.
—La boca ahora.
Eché mis brazos, en un transporte de mi pasión, al cuello de la cruel mujer, y cubrí
su rostro, su boca y su busto de besos ardientes, que ella me devolvió con igual fuego,
cerradas las pupilas, como en sueños, hasta medianoche.
A las nueve en punto, según había ordenado, todo estaba dispuesto para la partida, y
dejábamos la aldeita de los Cárpatos, en que se había tramado el más interesante drama de
mi vida, cuyo desenlace no podía presumir siquiera.
Todo va bien ahora. Voy sentado al lado de Wanda, charlando con el mayor afecto y
espiritualidad del mundo, como amigos, de Italia, de la nueva novela de Pisemski y de la
música de Wagner.
Ella lleva para el viaje una especie de amazona de paño negro y una chaqueta corta
de la misma tela guarnecida de piel oscura, que dibuja la finura y esbeltez de sus formas.
Además, una sombría pelliza de viaje. El pelo, recogido en nudo antiguo, descansa bajo una
pequeña toca de piel negra, de que pende un velillo negro. Está de muy buen humor; me va
hartando de bombones, me acaricia, me hace y deshace la corbata, instala sus pieles sobre
mis rodillas, me estrecha furtivamente los dedos, y alguna vez, cuando el cochero se
distrae, me besa con sus frescos labios, que tienen el perfume de una rosa abierta en otoño
entre las hojas ya muertas, salpicada de los diamantes de la escarcha primeriza.
Llegamos a la capital del distrito. Bajamos ante la estación. Con una risa
encantadora, Wanda me echa su abrigo al brazo, y se dirige a tomar los billetes.
Al volver, está completamente cambiada.
—Ten tu billete, Gregorio —dice con el tono de voz que las grandes señoras
reservan a sus lacayos.
—¡De tercera! —exclamé con un terror cómico.
—Es natural; pero sube en seguida que yo haya tomado mi coche. A cada estación
vendrás a recibir órdenes. No faltes. Dame el abrigo.
Luego que, como un esclavo sumiso, la hube ayudado a ponérselo, buscó, seguida
de mí, un coche de primera; subió apoyándose en mis hombros, y me hizo envolverla los
pies en la piel de oso, sobre el calorífero.
Me hizo una seña y me despidió. Subí a mi coche de tercera, lleno de humo de
tabaco, espeso como dicen que está la entrada del infierno con la bruma del Aqueronte, y
me puse a meditar sobre el problema de la existencia humana y el mayor de sus enigmas: la
mujer.
Cada vez que el tren se detiene, corro a su vagón en espera de órdenes, sombrero en
mano. Unas veces quiere café, otras un vaso de agua, una copa, agua tibia para lavarse las
manos, mientras se deja hacer la corte por un par de caballeros que van en su departamento.
Yo me muero de celos y me apresuro a cumplir las órdenes de mi dueña, sin perder el tren.
La noche empieza a caer. No puedo comer ni dormir. Respiro el olor envenenado de la
cebolla, de los aldeanos polacos, de los mercaderes judíos, de los soldados, y cuando voy a
tomar órdenes, la encuentro tendida en su confortable piel, sobre los almohadones cubiertos
de pieles de animales, como una déspota oriental. Los dos hombres, sentados como dioses
indios, tiesos contra las paredes, apenas se atreven a respirar.
Nos detenemos en Viena un día para hacer ella unas compras, toda una serie de
lujosos vestidos. Voy en su coche como criado. De tienda en tienda marcho detrás de
Wanda, a diez pasos de distancia, sin que me honre con una sola mirada amistosa,
recibiendo paquetes y dejándome ir cargado, sin alientos, como un mulo.
Antes de marcharnos ha cogido toda mi ropa, la ha repartido entre los criados del
hotel y me ha hecho poner una librea, un traje al uso de Cracovia, de colorines, azul claro
con rojo, con una gorrita adornada con plumas de pavo, que no me sienta del todo mal.
Llevo sus armas en los botones de plata de mi traje. Me parece estar vendido o que he
entregado mi alma al diablo.
Mi hermoso demonio me lleva desde Viena a Florencia. Ahora, en vez de
masovianos y de judíos de pelo grasiento, tengo por compañeros contadini de cabello
rizado, un brillante sargento del primer regimiento de granaderos italianos y un pobre pintor
alemán. El coche ya no huele a cebolla, sino a queso y salchicha.
De nuevo la noche. Me tiendo a descansar, porque tengo los brazos y las piernas
rotos. Pero aun en esto hay poesía. Las estrellas brillan en el cielo, el sargento parece un
Apolo de Belvedere y el pintor alemán canta una maravillosa romanza de la tierra:
Dondequiera se espesan las tinieblas, las estrellas se
encienden, una tras otra; ¡qué soplo de ardiente deseo flota a través
de la noche! Mi alma agitada sigue a la tuya en el Océano de los
sueños...
Yo pensé en la hermosa, que tranquila como una reina, reposa en sus blandas pieles.
¡Florencia! Una multitud que se agita gritando, cocheros y comisionistas
importunos, Wanda toma un coche y despide a los mozos que se acercan.
—¿Para qué tengo un criado? Gregorio, toma el talón y ve por el equipaje.
Se envuelve en su abrigo y se sienta tranquilamente en el coche, mientras yo voy
trayendo los bagajes uno tras otro. Hubo un momento que no pude resistir la carga de la
última maleta. Un carabinero de aspecto inteligente se apiadó de mí y me tendió una mano.
Ella se echó a reír.
—Debe pesar, porque tiene todas mis pieles.
Subí al pescante, limpiándome el sudor que goteaba de mi frente. Wanda dio la
dirección del hotel, y el cochero fustigó el caballo. Poco después llegábamos a una puerta
vivamente alumbrada.
—¿Hay habitaciones? —preguntó al conserje.
—Sí señora.
—Dos para mí y una para mi criado. Todas con estufa.
—Hay dos elegantes, con chimenea, ambas para usted —añadió un mozo que había
acudido—, y otra, sin fuego, para el criado.
—Enséñemelas.
Le gustaron.
—Está bien, encienda usted el fuego; el criado dormirá sin él.
La miré.
—Sube el equipaje, Gregorio —ordenó sin fijarse en mi mirada—, mientras me
arreglo y paso al comedor. Tú también puedes comer algo.
En tanto que Wanda pasa a la habitación, yo subo el baúl y ayudo al mozo a
encender el fuego en la alcoba, considerando con sorda envidia la chimenea, el lecho, las
alfombras. Después, fatigado y hambriento, subo la escalera y pido de comer. Un simpático
mozo, a quien cuesta gran trabajo comprender mi alemán, me lleva al comedor y me sirve.
Hacía treinta y seis horas que no comía caliente, cuando de repente entra ella.
Me levanté.
—¿Cómo puede usted conducirme a un comedor donde encuentro a mi criado? —
reprocha al mozo con dureza; y roja de cólera, se retira.
Yo doy gracias al cielo por poder continuar comiendo, aunque intranquilo. En
seguida subo a mi habitación, donde encuentro mi pobre maleta. Es un cuarto estrecho, sin
chimenea, sin ventana, tan sólo con un pequeño respiradero. Arde en él una fétida
lamparilla de aceite. A no ser por el frío, me parecería estar en los Plomos de Venecia. A
pesar de todo, me echo a reír, pero me da miedo mi propia risa.
De repente se abre la puerta bruscamente, y el mozo, con gesto teatral, propio de un
italiano, exclama:
—Baje usted en seguida cerca de la señora.
Tomo mi gorra, tropiezo en un escalón, llego a la puerta y llamo. — ¡Adelante!
Entro y permanezco en pie en la puerta.
Wanda se ha instalado confortablemente. Está sentada, vestida de muselina blanca y
de encajes, sobre un diván de terciopelo rojo, los pies sobre un almohadón igual, envuelta
en la misma pelliza que llevaba cuando se me apareció como la diosa del amor.
La luz amarilla de los candelabros se refleja en el espejo, y las llamas rojizas de la
chimenea juegan majestuosas sobre el terciopelo verde, sobre la sombría cebellina de la
capa, sobre la piel blanca y lisa, sobre la cabellera de tonos de fuego de la hermosa mujer,
que vuelve hacia mí su cara fría y clara, dejando caer la mirada de sus ojos verdes.
—Estoy contenta de ti, Gregorio.
Me incliné.
—Acércate.
Obedecí.
—Más cerca —bajó los ojos acariciando la cebellina—. Venus de las pieles recibe a
su esclavo. Veo que eres más que nunca el excéntrico de siempre; siempre bajo el imperio
de tus sueños, y sería la cosa más loca del mundo llevar a cabo tu concepción. Confieso, no
obstante, que me agrada, que me impone. Aquí reside tu pureza y sólo ésta es lo que se
estima. Llego a creer que en circunstancias extraordinarias, en alguna gran época de la
Historia, lo que constituye tu punto débil sería una fuerza asombrosa. Bajo los primeros
emperadores, hubieras sido un mártir; en la Reforma, un anabaptista; cuando la Revolución
francesa, uno de aquellos girondinos exaltados que subían al cadalso cantando la
Marsellesa. Pero como sólo eres mi esclavo, mi...
Desprendiéndose de sus pieles, Wanda me echa los brazos al cuello en un rapto de
ternura.
—Mi esclavo querido. Severino, ¡cuánto te amo, cuánto te adoro; qué elegante estás
con tu traje de Cracovia! Pero vas a helarte esta noche en tu miserable cuarto sin chimenea.
Yo te daré mi piel, corazoncito, la más grande.
La recoge con viveza del suelo, la echa sobre mis espaldas y me envuelve en ella
con el mayor cuidado.
—¡Oh, qué bien te sienta la piel! ¡Cómo hace resaltar tus nobles rasgos! Pronto
dejarás de ser mi esclavo, llevarás un traje de terciopelo orlado de cebellina, y si no, no me
pondré nunca más pieles.
De nuevo comenzó a acariciarme, a abrazarme, a atraerme sin cesar hacia el diván
rojo.
—Me parece que te gusta la piel; dámela, dámela en seguida; si no, pierdo el
sentimiento de mi dignidad.
Le di la pelliza, y Wanda pasó el brazo derecho en la manga.
—Así es como Tiziano representa a su heroína. Pero basta de bromas. No tengas esa
cara, me entristece; sólo eres provisionalmente mi criado para la gente; aún no eres mi
esclavo, aún no has firmado el documento; eres libre, puedes dejarme cuando quieras;
desempeñas tu papel de manera magistral. Estoy encantada, pero ya es bastante. ¿No te
parezco abominable? Habla, te lo mando.
—¿Debo confiártelo, Wanda?
—Sí, debes.
—Es que aunque abuses, estaré siempre enamorado de ti, te honraré, te adoraré cada
vez más, siempre fanáticamente. Cuando me maltratas, como antes, me quemas la sangre y
embriagas mis sentidos —la estreché sobre mí y me colgué por un momento de sus labios
húmedos—. ¡Oh, hermosa! —exclamé contemplándola, y en mi entusiasmo, la despojé de
las pieles y cubrí su nuca de besos.
—¿Me amas, pues, cuando soy cruel? Anda, ¡vete! ¡Me incomodas! ¿Lo oyes?
Me dio tal bofetada que me hizo ver las estrellas. La oreja enrojeció.
—Ayúdame a poner la piel, esclavo.
La ayudé lo mejor que pude.
—¡Qué torpeza! — y apenas la tuvo puesta, volvió a pegarme en el rostro. Yo me
sentí cambiar de color.
—¿Te he hecho daño? —me preguntó poniendo dulcemente la mano sobre mí.
—No, no.
—Es que no te atreves a quejarte. Ven, dame un beso.
La estreché con mis brazos, pegados sus labios a los míos. Descansando sobre mi
pecho en su grande y pesada pelliza, experimenté una emoción extraña de sofocamiento,
como si alguna bestia feroz, una osa, me hubiera abrazado y sintiera sus garras penetrar en
mis carnes. Pero esta vez la osa me dejó marchar.
Lleno el corazón de risueñas esperanzas, subí a mi miserable cuarto de criado y me
arrojé sobre el duro lecho.
La vida es verdaderamente cómica —pensé—. No hace un instante que la mujer
más herniosa del mundo, la misma Venus, descansaba sobre mi pecho, y ahora tendré
ocasión de estudiar el infierno de los chinos, que en vez de precipitar a los condenados,
como nosotros creemos, en las llamas, los suponen lanzados por los demonios hacia los
mares de hielo. Indudablemente, los fundadores de esta religión durmieron en habitaciones
como ésta.
Esta noche me he despertado sobresaltado, lanzando un grito de espanto. Soñaba
que me había extraviado en un mar de hielo y que no podía salir de él. De repente vi un
esquimal en un trineo arrastrado por perros. Se parecía al mozo que me había procurado
aquella habitación.
—¿Qué busca usted, señor? Estamos en el Polo Norte.
Y desapareció.
Luego pasó Wanda patinando; su traje de seda crujía, y el armiño de su chaqueta y


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