No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (4)

La Venus de las Pieles (4)

 (3) << ir a pagina >> (5)


 mi esclavo, y aprende lo que es haberse entregado a una mujer. En el acto me dio un
puntapié.
—¿Qué tal, esclavo? Después blandió el látigo.
—¡Levántate!
Quise levantarme.
—¡Así no! ¡De rodillas!
Obedecí y comenzó a darme latigazos.
Los golpes llovían, vigorosos, sobre mi espalda y brazos, cortando mis carnes, en
que dejaban una sensación de quemadura; pero el sufrimiento me transportaba porque
provenía de ella, de la adorada, de aquella por quien estaba dispuesto en todo momento a
entregar mi vida.
Por fin se detuvo. —Principia a gustarme este juego, pero ya es bastante
hoy; sólo que tengo la diabólica curiosidad de saber hasta dónde llega tu
resistencia, la voluptuosidad cruel de sentirte temblar bajo mi látigo, de
ver cómo te doblas, y de oír, por fin, tus gemidos, tus ayes y gritos de
dolor, hasta que pidas gracia y yo continúe hiriéndote aún sin piedad
hasta
que caigas sin conocimiento. Has despertado en mí instintos peligrosos. Ahora, levántate.
Me apoderé de su mano para llevármela a los labios. —¡Qué audacia! —y me alejó
con el pie—. ¡Fuera de mi vista, esclavo!
Después de una noche de fiebre pasada en sueños confusos, desperté. Amanecía.
¿Qué hay de cierto en lo que flota en mis recuerdos? ¿Lo he experimentado o lo he soñado?
Es cierto que me han flagelado; cuento, uno por uno, los golpes; puedo contar las huellas
amoratadas y ardientes que surcan mi cuerpo. ¡Es ella quien me flageló! Sí, lo sé ya todo.
Mi sueño ha tomado cuerpo. ¿Qué diré ahora? La realidad, ¿me ha desengañado de mi
sueño? No. Sólo me encuentro algo fatigado; pero su crueldad me llena de alegría. ¡Oh,
cómo la amo, cómo la adoro! ¡Ah! ¡Todo eso no expresa en manera alguna lo que siento
por ella, hasta qué punto a ella me he entregado! ¡Qué delicia, estar en esclavitud!
Me llama desde el balcón. Subo apresuradamente la escalera. Ella está en la meseta
y me tiende amistosa la mano.
—Estoy avergonzada —dice mientras la abrazo, abatiendo la cabeza sobre mi
hombro.
—¿Por qué?
—Olvide usted la odiosa escena de ayer —dice con voz temblorosa—. Me presté a
su loca manía. Seamos ahora razonables y felices; amémonos, y dentro de un año seré su
mujer.
—Mi dueña, querrá usted decir, y yo su esclavo.
—Nada de esclavitud, de crueldad ni de látigo —interrumpió Wanda—. No le
concedo a usted más que la chaqueta de pieles. Venga usted y ayúdeme a ponérmela.
El relojito de bronce sobre el cual duerme un amorcillo junto a su flecha, da la
media noche.
Me levanto para salir.
Wanda no dice nada, pero me abraza y me atrae de nuevo al sofá, donde sigue
abrazándome, en un lenguaje mudo, profundamente comprensible y convincente, que sin
duda decía más que lo que yo osaba comprender. Tan lánguido abandono se reflejaba en
toda la persona de Wanda, tal voluptuosa ternura salía de sus ojos entornados, de la onda
roja de su cabellera brillante bajo la blancura de los polvos, de la seda blanca y roja que
crujía a su alrededor a cada uno de sus movimientos, del armiño de la kazabaika en que se
envolvía negligente.
—Te lo ruego —balbuceaba yo—. Pero vas a ser mala.
—Haz de mí lo que quieras —murmuraba ella—. Te pertenezco de veras.
—Pasa ahora sobre mí, te lo ruego, si no quieres trastornarme.
—¿No te lo he prohibido? Eres incorregible.
—¡Ay! Estoy terriblemente enamorado —caí de rodillas y hundí mi rostro ardiente
en su pecho.
—Creo, en verdad —repuso Wanda reflexionando—, que toda tu demencia es una
sensualidad insaciable. Nuestra monstruosidad hace brotar en nosotros este estado
morboso. Si fueras menos virtuoso, te hubieras hecho más razonable.
—Hazme, pues, inteligente —murmuré yo. Mis manos se hundían entre su pelo y
entre su brillante piel que, como un claro de luna, inundaba todos mis sentidos y subía y
descendía sobre su seno palpitante.
La abracé; no, ella me abrazó a mí, con tal frenesí, con tan poca piedad, que parecía
quererme comer a besos. Yo estaba como delirante; parecía haber perdido la razón y no
tenía alientos. Quise desprenderme.
—¿Qué te pasa?
—Sufro atrozmente.
—¿Sufres? —y se echó a reír a carcajadas.
—¡Tú puedes reír! — gemí yo—. Luego no dudas. Otra, vez fue sincera. Tomó mi
cabeza entré sus manos, y con un esfuerzo violento me atrajo hacia su seno.
—¡Wanda! —balbuceé.
—¡Muy bien! ¿De manera que te gusta sufrir? —volvió a reír—. ¡Espera, que
pronto te haré razonable!
—¡No! No quiero pedir nada. Si quieres pertenecerme por siempre o sólo por un
delicioso momento, yo quiero gozar mi felicidad. Sé ahora mía; prefiero perderte a no
poseerte jamás.
—Ahora eres razonable —dijo, oprimiéndome con sus labios asesinos.
Yo desgarré de una vez pieles y encajes; su garganta desnuda palpitó contra la mía.
Perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí, la sangre destilaba de mi mano. Pregunté a Wanda
flemáticamente:
—¿Me has arañado?
—No; creo que te he mordido.
Es curioso observar cómo varían las relaciones de la vida cuando se interpone un
extraño.
Hemos pasado juntos días encantadores, visitando la montaña, el lago, leyendo,
terminando yo su retrato. ¡Cuánto nos hemos amado y qué sonriente estaba su encantador
rostro!
Pero ahora sobreviene una amiga, una mujer divorciada, de alguna mayor edad, más
experimentada y menos escrupulosa que Wanda, y ya su influencia se deja sentir en la
dirección que le imprime.
Wanda frunce las cejas y me da pruebas de cierta impaciencia.
¿No me ama ya?
Esta sujeción, insoportable dura hace quince días. La amiga vive con ella y nunca
nos vemos solos. Un círculo de señores rodea a ambas damas. Con mi gravedad, con mi
humor sombrío, desempeño un mal papel de amante. Wanda me trata como a un extraño.
Hoy se ha quedado atrás conmigo, en paseo. Veo que lo ha hecho de propósito y a
gusto. ¿Pero qué es lo que me dice?
—Mi amiga no comprende que pueda quererle a usted, pues no le parece usted
guapo ni interesante. Además, siempre me está hablando de la brillante y frívola existencia
de la ciudad, de las pretensiones que puedo hacer velar, de los aristocráticos adoradores que
cautivaría. Pero hay una cosa que impide todo eso, y es que le amo aún.
Pierdo por un momento la respiración. Luego dije:
—¡Wanda! Dios es testigo de que no quiero servir de obstáculo a su dicha. No se
cuide usted de mí.
Me quito el sombrero y la dejo marchar adelante.
Ella me contempla asombrada, pero no responde una palabra.
A la vuelta me encuentro por casualidad con ella. Ella me coge la mano a hurtadillas
y me lanza una mirada tan cálida, tan llena de promesas de felicidad, que olvido todos los
sufrimientos del día. Se cicatrizan todas las llagas.
—Mi amiga se queja de ti —me dice hoy Wanda.
—Ha advertido, sin duda, mi antipatía.
—¿Por qué te es antipática, loco? —me dice Wanda cogiéndome de las orejas.
—Porque es hipócrita. Yo no estimo más que a las mujeres virtuosas y a las que van
al placer francamente.
—Lo mismo me pasa a mí; pero ya ves tú, niño; la mujer no puede ser así más que
raras veces. No puede ser ni tan puramente sensual ni tan independiente de genio como el
hombre. Su amor es siempre una sensación exterior y una atracción del espíritu; un estado
mixto. Su corazón desea encadenar al hombre de una manera durable, siendo así que ella
está sometida a variación. De aquí procede, y casi siempre contra su voluntad, la falta de
armonía, la mentira, la traición, que pervierten su carácter.
—Verdad es; el carácter transcendental que la mujer quiere imprimir al amor, la
conduce a la traición.
—Pero es que el mundo lo quiere así. Mira a esa mujer; tiene en Lemberg a su
marido y a su amante, y aquí ha encontrado un nuevo adorador. A todos les engaña y todos
la estiman, aunque el mundo la desprecie.
—Por lo que a mí me toca, debería dejarte seguir ese juego; pero te trata como una
mercancía.
—¿Por qué? —interrumpió vivamente la hermosa— . Esa mujer tiene eL instinto, el
propósito de aprovechar sus encantos, y no es poco entregarse sin amor, sin placer. Así
conserva su sangre fría al par que su belleza, y puede obtener todas las ventajas.
—¡Wanda! ¿Eres tú quien dice eso?
—¿Por qué no? Fíjate bien en lo que voy a decirte. Nunca estés seguro de la mujer
a quien ames, porque la naturaleza de la mujer oculta más adversidades que te parece. Las
mujeres no son ni tan buenas como dicen sus apologistas, ni tan malas como las pintan sus
detractores. La naturaleza de la mujer es la volubilidad. La mejor cae momentáneamente
en el fango, la peor se alza cuando menos se piensa hasta las nubes, hasta las acciones más
nobles, y avergüenza a quien la desprecia. Ninguna es tan buena ni tan mala que no sea
capaz a cada instante de los pensamientos, sensaciones y acciones más diabólicas o divinos,
más infames o delicados. A despecho de todos los progresos de la civilización, la mujer
está hoy tan atrasada como si saliera de manos de la naturaleza; tiene el temperamento de la
fiera que, después de la impulsión que la domina, se muestra pérfida o fiel, cruel o
generosa. Una educación austera y celosa es lo único que en todo tiempo forma el carácter
moral. Por esta razón, aun siendo malévolo y egoísta, el hombre acepta siempre los
principios, mientras que la mujer sigue siempre sus impulsos. No lo olvides nunca: no
confíes jamás en la mujer amada.
La amiga ha salido. Por fin pasamos una noche juntos. Wanda es tan buena, tan
cordial, tan graciosa, que parece haberme reservado para esta noche todo el amor de que me
viene privando.
¡Qué delicia suspenderme de sus labios, morir entre sus brazos, hundir mi mirada
ebria en la suya, mientras, desfallecida de placer, enteramente entregada a mí, descansa
sobre mi pecho!
No puedo creer ni concebir que sea mía, toda mía.
—Desde ese punto de vista tiene razón también —principió a decir Wanda, sin
menearse, sin abrir los ojos, como si durmiera.
—¿Quién?
Calló.
—¿Tu amiga?
Wanda inclinó la cabeza.
—Sí, tiene razón. No eres un hombre, eres un soñador seductor, y como esclavo,
inestimable; pero para marido no se puede pensar en ti. Me asusté. —¿Qué tienes?
¿Tiemblas? —Tiemblo de pensar con qué facilidad puedo perderte. —Pero ¿eres
por eso ahora menos feliz? ¿Te roba algo de tu alegría que yo haya
pertenecido antes a otro y que otro me posea después de
ti? ¿Será menor tu placer porque otro haya sido feliz
como tú? —¡Wanda!
—¿Ves? Eso sería un remedio; Tú no quieres perderme nunca; tú me eres grato, y
me dices con mucha moralidad que quisieras vivir siempre junto conmigo, cuando a tu lado
yo...
—¡Qué ideas! Principio a sentir una especie de aversión hacia ti.
—¿Me amas menos por eso?
—¡Al contrario!
Wanda se levantó sobre el brazo izquierdo.
—Yo creo —dijo— que para subyugar por completo a un hombre, hay que serle
infiel ante todo. ¿Qué mujer honrada es tan adorada como una hetaira? —Es verdad; la
infidelidad de la amada posee un encanto doloroso, es la más alta
voluptuosidad. —¿Para ti también? —También para mí. —¿Y si te diera ese placer? —
añadió irónicamente. —Sufriría mucho, pero te adoraría más; pero si te atrevieras
alguna vez a
engañarme, debes tener la grandeza diabólica de decirme:
yo te amaré siempre, pero quiero hacer dichoso a quien
me plazca. Wanda movió la cabeza.
—El engaño me repugna, soy leal; pero ¡quién no sucumbe bajo el peso de la
verdad! Si te dijera que constituye mi ideal la pura vida sensual, el paganismo, ¿tendrías
fuerza para soportarlo?
—Seguramente. Quiero soportarlo todo de ti; lo que no quiero es perderte. ¡Cuan de
veras siento que te pertenezco!
—¡Pero... Severino!
—Así es, en efecto, y precisamente por ello...
—¿Podrías? —sonrió maliciosa—. ¿Lo he adivinado?
—¡Ser tu esclavo! ¡Tu propiedad absoluta, sin voluntad, con la cual hagas lo que
quieras, sin reprochártelo! Mientras que tú saboreas ampliamente la vida; mientras
sumergida en un lujo suntuoso gustas en el puro placer el amor del Olimpo, yo podría
servirte, calzarte y descalzarte.
—No está mal eso, porque tan sólo como esclavo podrías soportar que yo amase a
otro. Además, la libertad de placeres, a la manera del mundo antiguo, no puede concebirse
sin esclavitud. ¡Ha de ser una sensación casi divina ver ante sí hombres arrodillados,
temblando! Quiero tener esclavos. ¿Oyes, Severino?
—¿Acaso no lo soy yo?
—Escúchame —dijo Wanda exaltada, estrechándome la mano—. Quiero ser tuya
mientras te ame. —¿Un mes? —Quizá dos. —¿Y luego? —Luego serás mi esclavo. —¿Y
tú? —¿Yo? ¿Qué más quieres? Yo soy una diosa que, a veces, desciende ligera,
muy
ligera, casi furtivamente, de su Olimpo hacia ti. ¿Pero qué dignifica todo esto? —dijo
Wanda, apoyando su cabeza entre sus manos, la mirada perdida en el vacío, ante un sueño
dorado que no se realizaría jamás. Se había extendido por su ser una melancolía latente,
inquietante. Nunca la había visto así.
—¿Y por qué no ha de realizarse?
—Porque la esclavitud no existe entre nosotros.
—Vamos, pues, donde la haya; a Oriente, a Turquía.
—¿De veras quieres, Severino?
Sus ojos ardían.
—Sinceramente quiero ser tu esclavo; quiero que tu poder sobre mí esté consagrado
por la ley, que mi vida esté entre tus manos, que nada me proteja o me defienda contra ti.
¡Qué placer cuando sepa que dependo de tu capricho, de tu gesto, de tus gustos! ¡Qué
delicia, si eres tan graciosa que permitas alguna vez al esclavo besar los labios de que
depende su decreto de vida o de muerte!
Me arrojé a sus pies y apoyé mi frente ardiente sobre sus rodillas.
—Tienes fiebre, Severino —dijo Wanda excitada—. ¡Me amas de veras, con un
amor infinito? —me estrechó sobre su pecho y me llenó de besos—. ¿Lo quieres? —añadió
vacilante.
—Aquí, ante Dios y sobre mi honor, seré tu esclavo, te lo juro, cuando quieras,
cuando mandes —exclamé casi fuera de mí.
—¿Y si te cojo la palabra?
—Hazlo.
—Es un encanto sin igual saber que un hombre que me adora, que me ama con toda
su alma, se da completamente a mí para depender de mi voluntad, de mi capricho; para ser
mi esclavo, mientras yo... —y me miró con un aire singular—. Si voy haciéndome
demasiado frívola, tuya será la culpa. Hasta creo que tienes ya miedo de mí; pero yo tengo
tu juramento.
—Le cumpliré.
—Déjame esta noche. Ahora pongo a Dios por testigo de que no ha de quedar en
sueño. Tú eres mi esclavo, y yo seré la Venus de las pieles.
Creía conocer y comprender a fondo a esta mujer, y ahora veo que tendré que
comenzar mi estudio. ¡Con qué repugnancia no acogía antes mis quimeras, y con qué celo
no persigue hoy su realización!
Está en posesión de un contrato, según el cual me comprometo, mediante palabra de
honor y juramento, a ser su esclavo en tanto que le plazca. Con el brazo alrededor de mi
cuello, me ha leído este documento inaudito, increíble. A cada cláusula, servía de punto un
beso.
—Pero el contrato sólo estipula deberes para mí —le he dicho impaciente.
—Es natural —respondió con toda seriedad—.Tú eres mi amante y yo estoy ligada
a ti por estos deberes. Tendrás que considerar mis favores como una gracia: no tienes más
derecho ni otra ventaja en este papel. Mi poder sobre ti no ha de tener límites. Piensa que
no vas a ser más que un perro, una cosa inerte, juguete que puedo romper cuando me
divierta. Tú eres nada y yo soy todo. ¿Comprendes?
Se echó a reír, me abrazó y sentí que me invadía un estremecimiento.
—¿Me permitirás otras estipulaciones?
—¿Estipulaciones? —frunció las cejas—. ¡Ah, ya! Es que tienes miedo o que te
arrepientes; pero ya es tarde: tengo tu juramento, tu palabra de honor. Sin embargo, te
escucho.
—La primera cláusula que quisiera poner en el contrato es que nunca te separarás
completamente de mí, que nunca me abandonarás a la barbarie de cualquiera de tus
adoradores.
—Pero Severino —dijo Wanda, con voz trémula y lágrimas en los ojos—, ¿puedes
creer que me porte así con el hombre que me ama tanto, que se entrega completamente en
mis manos...? —se detuvo.
—¡No, no! —exclamé cubriendo de besos su mano—; no temo que puedas
quererme deshonrar. Perdona tan odioso pensamiento.
Wanda rió deliciosamente, juntó su mejilla con la mía y pareció soñar.
—Todavía has olvidado algo —añadió con malicia—. Lo más importante...
—¿Alguna cláusula?
—Sí; que tengo que mostrarme siempre ante ti vestida de pieles. Pero te prometo
que las llevaré, porque me inspiran sentimientos despóticos y quiero ser cruel contigo.
¿Comprendes?
—¿Tengo que firmar el contrato? —Todavía no; quiero poner al pie esa cláusula
tuya y añadir fecha y lugar.
—En Constantinopla.
—No. Lo he pensado bien. ¿De qué me serviría tener un esclavo donde todos le
tienen? Quiero ser la única que aquí en nuestro mundo civilizado, prosaico, burgués, le
posea, y un esclavo que no me han dado la ley ni mi derecho, esto es, mi potencia brutal,
sino tan sólo el poder de mi belleza. Esto es atractivo. De todos modos, nos iremos a un
país donde no nos conozcan y donde puedas pasar sin escrúpulos como mi criado. Quizá a
Italia, a Roma o a Nápoles.
Estamos sentados en su sofá. Ella vestida con su chaqueta de armiño, con el pelo
caído sobre la espalda, a la manera de una crin de león, y pegada a mis labios, bebiéndome
el alma. La cabeza me daba vueltas, la sangre comenzaba a entrar en ebullición, mi corazón
latía contra el suyo.
—Quiero estar enteramente en tus manos, Wanda —prorrumpí en un transporte de
embriaguez que me hacía casi incapaz de pensar ni de tomar una decisión con libertad—,
sin ninguna condición, sin restricción alguna; quiero entregarme a tu clemencia o a los
signos de tu voluntad —al hablar así, me dejé caer a sus pies y loco de pasión, alcé los ojos
hasta ella.
—¡Cuan hermoso estás así! Tus ojos medio extinguidos me encantan, tu mirada
agonizante sería asombrosa si te flagelasen hasta la muerte. Tienes la mirada de un mártir.
A veces tengo miedo de entregarme tan completamente, tan incondicionalmente a
una mujer. ¿Y si abusa de mi pasión, de su poder?
Voy viendo ahora que lo que ocupa mi imaginación desde la infancia, me llena
siempre de un dulce horror.
¡Loca inquietud! Es un juego malicioso lo que está haciendo conmigo. Seguramente
me ama, es buena, noble, incapaz de infidelidad; pero todo depende de ella; ella puede, si
quiere...
¡Qué encanto en esta duda, en este temor!
Ahora comprendo a Manon Lescaut y al pobre caballero que la adoraba como
querida de otro, incluso en la picota.
El amor no conoce virtud ni mérito; ama, perdona y lo sufre todo, porque debe;
nuestro juicio nada nos sirve para el amor; ni preferencias, ni defectos que descubrimos,
provocan nuestra abnegación ni nos hacen retroceder asustados.
Es una dulce, melancólica, misteriosa fuerza que nos impulsa; y dejando de pensar,
de sentir y de querer, nos dejamos impulsar por ella, sin preguntar dónde nos lleva.
Por primera vez hemos visto hoy en paseo un príncipe ruso que, gracias a su atlética
presencia, a su hermosa fisonomía, al lujo de su persona, causaba una sensación general.
Las damas principales le miraban con asombro, como una bestia feroz; pero él marchaba
con aire sombrío a través de las avenidas, sin fijarse en nadie. Dos servidores le seguían: un
negro enteramente vestido de rojo y un tcherkés armado de pies a cabeza. De repente vio a
Wanda, detuvo en ella su mirada escrutadora, volvió la cabeza cuando pasó, y se detuvo
contemplándola.
Ella le devoró con sus vivísimos ojos verdes, mostrándose dispuesta a aceptarlo
todo de él.
La coquetería refinada con que le miraba me estrangulaba literalmente. Al
acercarnos a casa, se lo hice observar. Ella frunció la frente.
—¿Qué quieres? El príncipe podría gustarme; me desvanece un poco, y yo soy libre
y puedo hacer lo que quiera.
—¿Luego no me amas ya? —balbuceé asustado.
—Sólo te amo a ti; pero quiero que el príncipe me haga la corte.
—¡Wanda!
—¿No eres mi esclavo? —preguntó con la mayor tranquilidad—. ¿No soy yo
Venus, la cruel Venus de las pieles del Norte?
Me callé, sintiéndome destrozado por sus palabras, en tanto que su mirada fría
entraba como un puñal en mi corazón.
—Vas a ir en seguida a informarte del nombre, señas y demás noticias del príncipe.
¿Oyes?
—Pero...
—¡Nada de objeciones! ¡Obedece! –exclamó Wanda con una dureza de que la
hubiera creído incapaz—. No te presentes ante mí sin que puedas responder a todas mis
preguntas.
Al medio día siguiente pude llevar a Wanda las noticias. Me dejó permanecer en pie
ante ella, como un criado, mientras recostada en una butaca me escuchaba riendo. Hizo una
señal con la cabeza y pareció satisfecha.
—¡Tráeme el taburete! —ordenó.
Obedecí, y cuando hube instalado y arreglado sus pies, me puse a sus rodillas.
—¿Cómo terminará esto? —pregunté con tristeza, después de una breve
pausa.
Ella rió perversamente.
—Pero si no ha comenzado aún.
—Tienes tan poco corazón como pensaba —repliqué, ofendido.
—Severino —dijo con la mayor serenidad—, no he hecho nada aún, ni lo más
pequeño, y ya me llamas sin corazón. ¿Qué sería si hiciese tus caprichos; si tuviese un
círculo de adoradores a mi alrededor; si, para ser tu ideal, te diese de puntapiés y latigazos?
—Es que tomas mis caprichos muy en serio.
—¿Muy en serio? Una vez que principie, no será para bromas; pero sabes cuánto
aborrezco esos juegos, esas comedias. Tú lo has querido así. ¿Fue ése mi ideal o el tuyo?
¿Te he arrastrado yo o has sido tú el que exaltó mi imaginación? Ahora es cuando va a ser
serio.
—Wanda —le dije cariñosamente—, escúchame tranquila. Nos amamos de veras,
somos felices. ¿Quieres sacrificar nuestro porvenir al capricho?



  (3) << ir a pagina >> (5)