No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (3)

  
La Venus de las Pieles (3)
 
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  acompañarla constantemente.
Mi amor me parece un golfo, un abismo sin fondo en que me hundo cada vez más, y
del que no podré salir ya.
Hoy nos hemos tendido a media noche ante la estatua de Venus, en la pradera. Yo
cogí flores, que puse sobre sus rodillas, y ella tejió guirnaldas, con que coronamos a nuestra
diosa.
De repente, Wanda me pareció tan turbada, que al momento las llamas de mi pasión
invadieron todo mi ser. Incapaz de dominarme por más tiempo, la rodeé con los brazos y
me suspendí a sus labios. Ella me oprimió sobre su pecho palpitante.
—¿La molesto a usted?
—Nunca me molesta lo que es natural; pero temo que usted sufra.
—¡Ay...! Sufro horriblemente.
—¡Pobre amigo! —me apartó el cabello desordenado sobre la frente—. Pero espero
que será por nada.
—No —contesté—. Mi amor es una especie de demencia. El pensamiento de
perderla a usted o de que realmente quede usted perdida para mí, me atormenta día y noche.
—¿Pero es que me posee usted de algún modo? —dijo Wanda mirándome con
aquellos ojos lánguidos, húmedos, devorados de pasión, que ya otra vez me habían
fascinado. Después se levantó y colocó una corona de anémonas azules sobre la blanca
cabeza de Venus. Sin quererlo, casi, la rodeé la cintura con el brazo.
—No puedo vivir sin ti, hermosa mía; créeme, créeme; esta vez no es una frase, una
fantasía; siento en lo más hondo de mi corazón que mi vida va ligada a la tuya. Moriré si te
separas de mí.
—¿Qué falta hace eso, puesto que te amo? —me cogió la cara, y añadió—: ¡Pobre
loco!
—Pero no quieres ser mía sin condiciones, en tanto que yo te pertenezco
incondicionalmente.
—Eso no está bien, Severino —replicó ella casi consternada—, ¿No me conoce
usted aún? ¿No quiere usted aprender a conocerme? Yo soy buena cuando me tratan sincera
y razonablemente; pero si alguien se entrega demasiado a mí, me hago arrogante.
—¡Séalo usted, sea arrogante, sea déspota! —grité completamente exaltado—, ¡pero
sea usted mía y para siempre! —me senté a sus pies y abracé sus rodillas.
—Vamos a acabar mal, amigo mío —replicó severamente, sin excitarse.
—¡Así no acabará nunca! —exclamé yo, loco de amor—. ¡Sólo la muerte puede
separarnos! Si no quieres ser mía, toda mía para siempre, quiero ser tu esclavo, servirte,
soportarlo todo de ti; pero no me rechaces.
—Cálmese, levántese, y béseme en la frente. Mi corazón es de usted, pero no son
esos los medios de conquistarme y conservarme.
—Haré todo, todo lo que usted quiera, pero sin perderla; esa idea me...
—Levántese. Obedecí.
—Verdaderamente es usted un hombre extraño. ¿Quiere usted poseerme a ese
precio?
—Sí, a cualquier precio.
—¿Y qué valor tendría mi posesión para usted— aquí reflexionó, sus ojos tomaron
una expresión inquieta, desconfiada —si yo no le amase a usted, si quisiese pertenecer a
otro?
Quedé aturdido. La contemplé. Su actitud era firme y segura, sus ojos me miraban
fríos.
—Ya veo que ese pensamiento le da a usted miedo.
Repentinamente, una sonrisa benévola iluminó su faz.
—Sí, me causa horror figurarme que una mujer a quien amo, que ha respondido a
mi amor, se entregue a otro sin piedad ninguna para mí. ¿Me quedaría alguna alternativa?
Si amaba locamente a esa mujer, ¿la volveré la espalda dignamente y mi energía me llevará
a la tumba, o me meteré una bala en la cabeza? Yo tengo dos ideales de mujer. ¿Encontraré
una mujer que, fiel y benévola, comparta mi suerte brillante y generosa, cuando ahora quien
la comparte sólo lo hace de una manera blanda o tímida? Entonces prefiero caer entre las
manos de una mujer sin virtud, inconstante y despiadada. En su inmenso egoísmo, esa
mujer es todavía un ideal. Si es que no puedo gozar plena y enteramente la dicha del amor,
necesito apurar la copa de los sufrimientos y de las torturas, ser maltratado y engañado por
la mujer amada, cuanto más cruelmente, mejor. ¡Es un verdadero goce!
—¿Está usted soñando?
—Amo a usted de tal modo, con toda mi alma —añadí—, con todo mi corazón, que
la proximidad de usted, la atmósfera suya me son indispensables si he de vivir. Elija usted
entre mis ideales. Haga usted de mí lo que quiera: un marido o un esclavo.
—Muy bien —dijo Wanda, frunciendo sus cejas enérgicas y sutiles—. Ha de ser
muy divertido dominar de tal manera al hombre que nos interesa y ama. Pero ¡qué
imprudencia dejarme escoger! Elijo, pues. Quiero que sea usted mi esclavo, mi juguete.
— ¡Hágalo! —exclamé medio espantado, medio encolerizado—. Si sobre la
armonía de las ideas puede fundamentarse una unión, las pasiones proceden de los grandes
contrastes. Nosotros somos dos contrastes que se yerguen hostilmente uno contra el otro, y
si tengo que compartir ese amor, me es odioso, me causa miedo. Dado ese estado de cosas,
no puedo ser sino martillo y yunque. Seré yunque. No puedo ser dichoso sin ver el objeto
amado. Podría amar a una mujer, mas sólo siéndome cruel.
—Pero, Severino —replicó Wanda casi enfadada—, ¿me cree usted capaz de
maltratar a un hombre que me ama como usted y al que también yo amo?
—¿Por qué no, si precisamente por eso os adoro tanto? Sólo se puede amar lo que
está por encima de nosotros; una mujer que nos abruma por su belleza, por su
temperamento, su alma, su fuerza de voluntad, que se muestra despótica para nosotros.
—¿De modo que lo que huyen los demás es lo que busca usted?
—¡Perfectamente! Esa es mi originalidad.
—La pasión de usted no tiene nada de original ni de extraño. ¿A quién no le gusta
una hermosa piel? Y todo aquel a quien gusta sabe cuan próximos parientes son el amor y
el dolor.
—Pero es que en mí todo eso llega al apogeo.
—Lo que quiere decir que la razón puede poco en usted y que usted es una
naturaleza llena de molicie y de sensualidad.
—Los mártires, según usted, serían hombres de una naturaleza llena de molicie y de
sensualidad.
—¿Los mártires?
—Y, sin embargo, eran hombres vacíos de sensualidad, que sacaban placer del
sufrimiento y que buscaban espantosas torturas, incluso la muerte, como otros buscan la
alegría. Yo, señora, soy uno de esos hombres vacíos de sensualidad.
—Tenga usted cuidado de no ser, por lo mismo, un mártir del amor.
Es una tibia noche de estío perfumada. Wanda y yo estamos sentados en un balcón,
bajo el doble techo de la fronda de las trepadoras y de las estrellas del cielo. En el fondo del
parque se deja oír la lenta, lamentable llamada amorosa del gato, mientras que, sentado a
las plantas de mi diosa, yo le habló de mi juventud.
—¿De manera que ya tenía usted esas originalidades?
—He sido así desde que tengo memoria. Hasta en la cuna, según decía mi madre,
fui extraño. Rehusé el seno de una lozana nodriza, y tuvieron que alimentarme con leche de
cabra. De pequeñito experimentaba por las mujeres un terror inexplicable... precisamente
por el impaciente interés que me inspiraban. La bóveda gris, la semioscuridad de una
iglesia alarmaban mi alma, y una agonía solemne se apoderaba de mi ser ante los altares
resplandecientes de las santas imágenes. En revancha, me deslizaba furtivamente, como
para gozar de un placer prohibido, al lado de una Venus de yeso que se encontraba en la
biblioteca de mi padre, y ante ella me arrodillaba, dirigiéndole las oraciones que me habían
enseñado: el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo. Una vez me levanté de la cama para
verla; la luz de la luna me alumbraba y envolvía a la diosa en una fría claridad pálida. Me
arrodillé ante ella y abracé sus pies helados, como había visto hacer a las aldeanas a los pies
del Crucificado. Un deseo ardiente e invencible se apoderó de mí. Poniéndome de puntillas,
estreché su hermoso cuerpo frío, besé sus labios, y me figuré que la diosa, con un brazo
levantado, me amenazaba. Me enviaron muy pronto a la escuela, y no tardé en entrar en un
colegio donde me entregué apasionadamente a la cultura de la antigüedad clásica. Me
familiaricé antes con los dioses griegos que con Jesús; con Paris, concedí la manzana fatal a
Venus, vi arder Troya y seguí a Ulises en su carrera vagabunda. Las imágenes de todo lo
hermoso se imprimían fácilmente en mi alma, y a una edad en que los demás muchachos se
conducían groseramente, yo demostraba horror por todo lo bajo, feo y vulgar. El amor de la
mujer parece particularmente bajo y feo al joven, si la mujer se le muestra desde el
principio en toda su trivialidad. Evité, por consiguiente, todo contacto con el bello sexo y
me idealicé hasta la demencia. Mi madre tenía una encantadora camarera, joven, bonita, de
formas opulentas. Tenía yo entonces trece años. Una mañana estaba estudiando a Tácito,
extasiándome ante las virtudes de los antiguos germanos. La muchacha limpiaba cerca de
mí. De repente se detuvo, se inclinó hacia mí, escoba en mano, y dos frescos y soberbios
labios rozaron los míos. El beso de aquella gatita hizo temblar mi corazón, pero mi
Germanía me sirvió de escudo contra la seductora, y abandoné la habitación. Wanda se
echó a reír.
—Es usted, en efecto, un hombre raro; habría que ir muy lejos para encontrar otro
como usted.
—Otra escena de esta época me ha quedado en la memoria de una manera
inolvidable. Una tía lejana mía, la condesa Sobol, vino a casa de mis padres. Era una bella y
majestuosa mujer, de risa seductora; pero yo la detestaba, porque tenía en la familia la fama
de una Mesalina, y me trataba con la mayor insolencia y maldad. Sucedió que un día mis
padres se fueron a la capital. Mi tía resolvió aprovecharse de su ausencia para ejecutar la
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sentencia que había decretado contra mí. Inopinadamente entró, vestida con su kazabaika y
seguida de la cocinera, su hija y la gatita que yo había desdeñado. Sin decirme nada me
cogieron, y a pesar de mi violenta resistencia, me ataron de pies y manos; después de lo
cual, con su risa perversa, mi tía se levantó las mangas y se puso a pegarme con una vara,
tan fuerte, que mi sangre corrió y, a pesar de mi valor, grité en demanda de gracia.
Entonces hizo que me desataran, pero tuve que arrodillarme ante ella para darle las gracias
por la corrección, y besarle la mano. Ahora verá usted el loco desprovisto de sensaciones.
Bajo la vara de la bella y lasciva mujer, que se me representaba, con su chaquetilla de
pieles, como una diosa, colérica, la sensación de la mujer se despertó en mí por vez
primera, y desde entonces mi tía me pareció la mujer más atractiva de la tierra. Mi
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Chaqueta de color, de terciopelo, guarnecida de piel, que usan las mujeres eslavas.
austeridad catoniana, mi misoginismo, cedían el puesto a un sentimiento estético elevado a
su más alto grado. Mi sensualidad formaba en mi imaginación una cultura artística, y yo
juraba no prodigar mis emociones con un ser vulgar, sino reservarlas para una mujer ideal,
o, quizá, para la misma diosa del amor. Entré muy joven en la Universidad, que se
encontraba en la ciudad principal, donde residía mi tía. Poco tardó en que mi habitación
semejase la de Fausto: estantes repletos de libros, comprados por un precio irrisorio a un
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mercader de la Cervanica , esferas, atlas, retortas, mapas celestes, esqueletos de animales,
calaveras, bustos de hombres célebres. Detrás de la gran estufa verde, hubiera podido
destacarse la silueta de Mefistófeles. Lo estudié todo, sin orden, sin sistema: química,
alquimia, historia, astronomía, filosofía, jurisprudencia, anatomía, literatura. Leí a Hornero,
Virgilio, Schiller, Goethe, Shakespeare, Cervantes, Voltaire, Moliere, el Corán, el Cosmos
y las Memorias de Casanova. Cada día me hacía más confuso, más fantástico y
ultrasensualista. Y siempre con una hermosa mujer ideal en la cabeza, que de cuando en
cuando se me aparecía como uña visión recostada entre rosas, rodeada de amorcillos, entre
mis encuadernaciones en pergamino y mis osamentas, ya a la manera olímpica, con el
rostro resplandeciente de blancura de la Venus de yeso, ya con las lujuriantes trenzas
oscuras, los ojos azules, rientes y la kazabaika de terciopelo rojo guarnecida de armiño, de
mi tía. Una mañana que la diosa se me apareció en la plena y riente seducción de sus
encantos entre los celajes de mi imaginación, me fui a casa de la condesa Sobol, que me
recibió amistosa y hasta cordial, dándome, como un gaje de bienvenida, un beso que
trastornó mis sentidos. Tenía, sin embargo, cerca de cuarenta años; pero, como la mayoría
de las mujeres robustas, todavía era deseable. Llevaba siempre una chaqueta guarnecida de
pieles. Esta vez el vestido era verde guarnecido de marta; pero no le quedaba nada del rigor
que tanto me entusiasmaba. Por el contrario, estuvo tan poco cruel que, sin muchas
ceremonias, me concedió el permiso de... adorarla. Ella se dio cuenta pronto de mi tontería
ultrasensualista, y la complació hacerme feliz. Yo estaba encantado como un dios joven.
¡Qué placer para mí cuando, arrodillado ante ella, me atreví a besar las mismas
manos que me habían castigado! ¡Oh!, ¡qué manos tan maravillosas! Tan bien hechas, tan
finas, tan regordetas y blancas, con hoyuelos tan bonitos... Me divertía con ellas, las hundía
y las sacaba de entre la oscura piel, las tenía sobre mi corazón, y no me cansaba de verlas.
Wanda consideró involuntariamente sus manos; yo lo noté y no pude menos de reír.
—Ya ve usted hasta qué punto predominaba en mí el ultrasensualismo, cuando
estaba enamorado de los crueles latigazos que recibí de mi tía, como lo estuve dos años
después de una joven actriz a quien hacía la corte. Del mismo modo me apasioné por una
señora muy respetable que jugaba a 4a virtud insuperable, y que me engañó finalmente con
un judío rico. Vea usted, pues, que seré engañado, vendido, por cualquiera mujer que finja
principios austeros, idealistas. Por eso es por lo que aborrezco las virtudes poéticas,
sentimentales. Déme usted una mujer franca que me diga: soy una Pompadour, una
Lucrecia Borgia, y la adoraré.
Wanda se levantó y abrió la ventana.
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Judería de Lemberg.
—Tiene usted una singular manera de excitar la imaginación y los nervios de
cualquiera, haciéndole latir el pulso cada vez más. Rodea usted el vicio de una aureola,
cuando le conviene hacerle respetable. Su ideal de usted es una cortesana descaradamente
genial. En mi opinión, es usted un corruptor de mujeres, hasta la médula.
A media noche llaman a mi ventana, me levanto, abro, y me echo a temblar. Ante
mí está la Venus de las pieles, casi lo mismo que se me apareció la vez primera.
—Me tiene usted agitada con sus historias; estoy dando vueltas en la cama sin poder
dormir —dijo—. Venga usted a hacerme compañía.
—En seguida.
Cuando entré, Wanda estaba ante la chimenea, donde ardía un pequeño fuego.
—El otoño se anuncia. Las noches son frías. Quizá le disguste a usted, pero no
puedo quitarme la piel antes que la habitación se haya calentado.
—¡Disgustarme! ¡Ah, picara! Bien sabe usted...
Rodeé mi brazo a su alrededor, y la abracé.
—Ya lo sé; pero ¿de dónde ha sacado usted esa pasión por las pieles?
—Es innata en mí, y ya de niño di muestras de esta predilección. Además, la piel
ejerce una acción excitante sobre todas las naturalezas nerviosas, casi en general, como
todas las leyes físicas. Es una atracción física, tan extraña como excitante. En estos últimos
tiempos, la ciencia ha descubierto cierto parentesco entre la electricidad y el calor, y la
acción que cada una de estas fuerzas ejerce sobre el organismo humano se aproxima a la de
la otra. La zona tórrida engendra hombres apasionados; una atmósfera caldeada, la
exaltación. Lo mismo ocurre con la electricidad. La compañía de los gatos produce efectos
beneficiosos, que parecen verdaderos sortilegios, para las naturalezas excitables. No me
choca que esos encantadores animales, lindas baterías vivientes de electricidad, fueran
favoritos de Mahoma, de Richelieu, Crébillon, Rousseau, Wieland, etc.
—Y una mujer que lleva una piel —interrumpió Wanda—, ¿no es otra cosa para
usted que un gato grande, una batería eléctrica?
—Sin duda, y así es como me explico el simbolismo que atribuye la piel al poder y
a la belleza. Por esto, desde las primeras edades del mundo las adoptaron los reyes, y así
también una tiránica nobleza tuvo la pretensión, mediante las leyes suntuarias, de
reservárselas como un privilegio exclusivo, mientras a su vez los grandes pintores las
destinaban a las bellezas grandes. Rafael y el Tiziano no encontraron fondo mejor que una
piel oscura: aquél, para las divinas formas de la Fornarina; éste, para el cuerpo rosado de su
bien amada.
—Le doy a usted gracias por esta disertación erótica —contestó Wanda—, pero no
me lo ha dicho usted todo; usted añade aún otro sentido particular a las pieles.
—Ya le he dicho a usted y la he repetido que el dolor posee para mí un encanto raro,
y que nada enciende más mi pasión que la tiranía, la crueldad y, sobre todo, la infidelidad
de una mujer hermosa. Esta mujer, este extraño ideal de aborrecible estética, me lo imagino
como el alma de Nerón en el cuerpo de Friné.
—Comprendo; eso da a la mujer algo de imperioso, de imponente.
—No es eso todo —continué—. Ya sabe usted que yo soy ultrasensualista, que en
mí toda concepción procede, ante todo, de la imaginación y que se nutre de quimeras.
Desde que, hacia los diez años de mi vida, pusieron en mis manos la vida de los mártires,
me he desarrollado y sobreexcitado en este sentido. Recuerdo que leía con un horror que
constituía para mí un verdadero embeleso, de qué manera languidecían en la prisión, les
extendían en las parrillas, les atravesaban de saetas, les hervían en pez, les echaban a las
fieras, les crucificaban, sufriéndolo todo ellos con una especie de alegría. Sufrir, soportar
crueles torturas, me parecía entonces una forma de placer, sobre todo si estas torturas se
infligían por la intermediación de una mujer guapa; de manera que para mí, siempre y en
todo tiempo, toda poesía y toda infamia están concentradas en la mujer. Y la he rendido
culto. Veía en la sensualidad algo sagrado, quizá lo único; en la mujer y su belleza, algo
divino; en ella, el problema más importante de la existencia. La propagación de la especie
es, ante todo, su vocación. Veía en la mujer la personificación de la naturaleza, Isis; y en el
hombre, su sacerdote, su esclavo. Y veía a la mujer cruel con él, como la naturaleza, que
aleja de sí lo que ha servido ya y ya no necesita; mientras para el hombre son verdaderas
delicias los malos tratamientos, la misma muerte dada por una mujer. Envidiaba al rey
Gunther, a quien la famosa Brunequilda ató la noche de sus bodas; al pobre trovador a
quien su gaya dama hacía coser en una piel de lobo, para perseguirle como a fiera;
envidiaba al caballero Etiard, a quien la audaz amazona Scharka hizo prisionero por astucia
en un bosque cerca de Praga, arrastrándole a un torreón y atándole a la rueda al cabo.
—¡Espantoso! —exclamó Wanda—. Ya quisiera yo que cayera usted en manos de
una de esas mujeres salvajes, y que, vestido con una piel de lobo, fuera entregado a los
dientes de la jauría o que le ataran en la rueda. Ya vería usted cómo desaparecía la poesía.
—¿Usted lo cree así? Yo, no.
—Usted no está en su buen juicio.
—Quizá. Pero, escúcheme usted. Desde entonces leí con verdadera avidez historias
en que se pintan las más espantosas crueldades, y miraba con atractivo especial las
estampas y grabados que las ilustraban: tiranos sanguinarios que se sentaron en un trono;
inquisidores que sometieron a tormento a los herejes, degollándolos y quemándolos vivos;
depravadas, bellas y despóticas mujeres, como Libusa, Lucrecia Borgia, Inés de Hungría, la
reina Margot, Isabeau, la sultana Roxelana, las zarinas rusas del siglo pasado..., todas
vestidas de pieles o con ropas guarnecidas de armiño.
—De suerte que una piel despierta siempre en usted extrañas visiones —interrumpió
Wanda, envolviéndose, llena de coquetería, en su soberbio manto de piel, de tal modo, que
la pelliza de cebellina de sombríos reflejos dibujaba maravillosamente su busto y sus
brazos—. Y ahora, ¿cómo se encuentra usted? ¿Está usted ya medio atacado?
Y sus ojos verdes, penetrantes, se posaron sobre mí con una extraña y dulce
complacencia, mientras que, transportado de pasión, yo caía prosternado ante ella con los
brazos tendidos.
—Sí, usted ha vuelto a despertar en mí mis fantasías favoritas, dormidas hacía tanto
tiempo.
—¿Cuáles?
Y posó la mano en mi nuca.
Bajo el calor de aquel contacto, bajo la mirada que me escrutaba con ternura a través
de los párpados entornados, se apoderó de mí una embriaguez dulce.
—Ser el esclavo de una mujer hermosa; tal es lo que amo, lo que adoro.
—¡Y por lo mismo os maltrata ella! —interrumpió Wanda, riendo.
—Me ata y me flagela, y me ofende con el pie, mientras pertenece a otro.
—Y cuando, enloquecido por los celos, se la disputa usted al rival dichoso, ¿lleva la
arrogancia hasta venderle a ese mismo rival, dándole el precio de su barbarie? ¿Por qué no?
¿No le agrada a usted ese cuadro final?
Miré a Wanda aterrado.
—Va usted más allá de mis ensueños.
—Sí; nosotras, las, mujeres, somos ingeniosas; tenga usted cuidado con su ideal,
porque puede ocurrirle que le trate peor que usted se imagine. —¡Temo haberle encontrado
ya! —exclamé, hundiendo mi cabeza abrasada entre
sus senos.
—¡No seguramente en mí!
Y desprendiéndose de las pieles, rió, saltando por la habitación. Reía aún cuando yo
bajaba la escalera, y sumido en mis reflexiones, vestido a medias, escuchaba aún arriba su
risa loca, maliciosa.
—¿Podría encarnar ante usted su ideal? —me preguntó Wanda con aire travieso,
cuando, a la mañana siguiente, nos encontramos en el parque.
Al principio quedé parado, solicitado por los sentimientos más contrarios. Entre
tanto, ella se sentó en un banco de piedra, jugando con una flor.
—¿Podría?
Me eché a sus plantas y le cogí las manos.
—Se lo ruego a usted otra vez. Sea usted mi mujer, mi fiel y honrada mujer. ¿No
puede serlo usted, por ser mi ideal, absolutamente sin reserva, según sea usted?
—Ya sabe usted que dentro de un año mi mano será de usted si usted es el hombre
que busco — respondió ella con seriedad—; pero, de todos modos, espero que me quede
usted agradecido si realizo su sueño. ¿Qué es lo que prefiere usted?
—Creo que todo lo que flota en mi imaginación se encuentra en usted.
—Usted se engaña.
—Creo que se complace usted teniendo a un hombre entre sus manos y
torturándole.
—¡No, no! —gritó con viveza. Después reflexionó—. No me entiendo; pero debo
hacerle a usted una confesión. Ha destruido usted mi sueño; mi sangre arde, y comienzo a
no experimentar otro placer, delicias semejantes al entusiasmo con que usted habla de una
Pompadour, de una Catalina II, de todas las mujeres egoístas, frívolas y crueles. Todo eso
me excita, entra en mi alma y me impulsa a ser semejante a ellas que, a pesar de su
crueldad, fueron adoradas servilmente mientras vivieron, y realizan aún milagros desde la
tumba. En una palabra, haga usted de mí una déspota de pies pequeños, una Pompadour
para andar por casa.
—Sí es así —contesté yo—, déjese usted llevar por los impulsos de su naturaleza,
pero nunca a medias. Si no puede usted ser una mujer buena y honrada, sea usted un
demonio.
Yo estaba deshecho, excitado; la proximidad de la hermosa determinaba en mí una
especie de fiebre; no sé lo que dije, pero recuerdo que besé su pie y que, levantándole, le
coloqué sobre mi nuca. Pero ella le retiró al punto y se levantó casi enfadada.
—Si me ama usted, Severino, no hable usted así —su voz se hizo incisiva e
imperiosa—. ¿Me oye usted? ¡Nunca más! A la postre, podría ocurrir... Se echó a reír y se
sentó de nuevo.
—Hablo con toda seriedad. Adoro a usted de tal manera, que quiero soportarlo todo
de usted, con tal de pasar mi vida a su lado.
—Severino, se lo advierto a usted otra vez.
—¡Inútilmente! Haga usted de mí lo que quiera, pero sin alejarme.
—Severino, soy una mujer joven y sin sentido. Es peligroso para usted entregarse
tan enteramente; al fin y al cabo, se convertirá usted en mi juguete. ¿Quién le asegura a
usted que no abusaría de su demencia?
—Vuestra noble conducta.
—El poder engríe.
—Hágalo usted, pisotéeme usted.
Wanda me rodeó el cuello con sus brazos, me miró en los ojos y sacudió la cabeza.
—Tengo miedo de no poderlo hacer; pero lo ensayaré por ti, bien mío, a quien amo
como nunca amé a ninguno.
De repente, ha cogido hoy su chal y su sombrero y he tenido que acompañarla al
bazar. Allí hizo que la enseñaran látigos, látigos largos de mango corto, propios para perros.
—Estos serán buenos —dijo el vendedor.
—No, son demasiado pequeños —contestó Wanda, mirándome de reojo—. Los
quiero mayores.
—¿Para algún dogo, quizá?
—Sí, como los que usaban en Rusia para los esclavos rebeldes.
Eligió, al cabo, uno; tenía un aire inquietante que me sorprendió.
—Ahora adiós, Severino. Tengo que hacer otras compras y no necesito que usted
me acompañe.
Me despedí y di un paseo. Al volver vi a Wanda salir de una peletería. Me llamó.
—Reflexiónelo usted bien —comenzó a decirme de buen humor—. Nunca le he
ocultado a usted que su seriedad y su aire soñador me cautivaran. Me encanta ver un
hombre sincero entregarse enteramente a mí, extasiarse francamente a mis pies; pero,
¿durará este encanto? La mujer ama al hombre, pero al esclavo le pisa y le maltrata.
—Recházame entonces con el pie, si te has cansado de mí. Quiero ser tu esclavo.
—Voy viendo que hay instintos peligrosos dormidos en mí —añadió Wanda al cabo
de un rato— y que los despiertas, no ciertamente en tu provecho. ¿Qué dirías tú, tan hábil
en pintar las sensaciones del goce, la crueldad con el orgullo, si ensayara todo eso en ti,
como Dionisio, que hizo abrasar al inventor del buey de bronce en su mismo invento para
ver si sus lamentos, sus quejidos de muerte, se parecían de veras al mugido del buey? ¿No
podría ser yo un Dionisio hembra?
—Sea así, y mi sueño quedará realizado. Te pertenezco en bien y en mal; elige tú
misma. La fatalidad me empuja, está en mi corazón, ¡diabólica omnipotente!
«Amado mío: No te veré hoy ni mañana, sino hasta pasado mañana, y ya como mi
esclavo. Tu dueña,
Wanda.
»
Las palabras «como mi esclavo» estaban subrayadas. Leí una vez más el billete,
recibí de buen humor la nueva mañana, y disponiendo que me ensillaran un asno, un
verdadero burro sabio, me fui a la montaña a ahogar mi dolor, a engañar mis ardientes
deseos en la grandiosa naturaleza de los Cárpatos.
Heme aquí de vuelta, fatigado, hambriento, muñéndome de sed, y sobre todo, de
amor. Me visto a escape y llamo poco después a su puerta.
—¡Adelante!
Entro. Ella está en medio de la habitación, cruzados los brazos sobre el pecho, las
cejas fruncidas, vestida con un traje de seda de un blanco desvanecedor, como el día, y con
una kazabaika de seda escarlata, guarnecida de rico y soberbio armiño. Sobre sus cabellos
empolvados, como de nieve, descansa una diadema de diamantes.
—¡Wanda! —avancé hacia ella en ademán de abrazarla. Ella retrocede un paso,
midiéndome con la vista de arriba a abajo.
—¡Esclavo!
—¡Mi dueña! —me arrodillé y besé la orla de su vestido.
—Está bien.
—¡Cuan bella eres!
—¿Te gusto? —se aproximó al espejo y se contempló con altanera satisfacción.
—¡Voy a volverme loco!
Hizo un gesto de desdén y me contempló burlona a través de sus párpados
entornados. —Dame el látigo. Miré a mi alrededor.
—¡No, continúa de rodillas! —fue a la chimenea, tomó el látigo, y mirándome
mientras reía, le hizo silbar en el aire. Después se levantó muy despacio las mangas de la
kazabaika. Yo murmuraba:
—¡Admirable mujer!
—¡Cállate, esclavo! —su mirada adquirió un aire sombrío, hasta salvaje, y me
descargó un latigazo. Casi instantáneamente pasó con mucha delicadeza su brazo alrededor
de mi cuello y se inclinó compasiva hacia mí.
—¿Te he hecho daño? —me preguntó entre confusa y llena de angustia.
—No —contesté—, y si le hicieras, los dolores serían un placer para mí. Castígame
otra vez, si gustas.
—Pero si no me causa ningún placer...
La extraña embriaguez se apoderó de mí.
—¡Castígame —repliqué—, castígame, sin piedad!
Wanda blandió el látigo y me flageló dos veces.
—¿Es bastante?
—No.
—¿De veras, no?
—Flagélame, te lo ruego; es un placer para mí.
—Sí, porque sabes que no va de veras, que mi corazón no quiere hacerte mal. Este
juego bárbaro me repugna; si yo fuera en realidad la
mujer que azota a sus esclavos, te espantarías. —No,
Wanda, te amo más que a mí mismo; me he entregado a ti
en vida y en muerte y puedes hacer seriamente contra mí
lo que te sugiera tu orgullo. —¡Severino! —Pisotéame —
y me tendí ante ella, cara al suelo. —¡Aborrezco las
comedias! —exclamó Wanda impaciente. —Maltrátame,
pues. Hubo una pausa inquietante. —Severino, ¡te lo digo
por última vez! —Si me amas, sé cruel para mí —imploré
con los ojos levantados hacia ella.
—¿Si te amo? ¡Estamos buenos! Retrocedió, mirándome con aire sombrío. Sé, pues,


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